martes, 4 de agosto de 2009

Algunos criterios para el desarrollo de políticas de evaluación del sistema educativo

El artículo es de Alejandro Tiana Ferrer es profesor titular de Historia de los Sistemas Educativos Contemporáneos de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España. En la actualidad es Director del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.


No cabe duda de que el término «evaluación» es hoy moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas, la evaluación suscita un creciente interés en los sistemas educativos contemporáneos.

Fruto de ese interés cada vez más extendido ha sido la notable expansión registrada por la evaluación educativa en los últimos veinticinco años.

Aunque podamos ponernos de acuerdo acerca de las posibles aportaciones que la evaluación puede realizar para la mejora de la educación, no debe deducirse que baste con poner en marcha programas con esa finalidad para conseguir unos efectos beneficiosos. En efecto, se trata de una tarea tan nueva como complicada, en la que han de adoptarse las necesarias precauciones para evitar consecuencias indeseadas.


La experiencia acumulada por los distintos países y los mencionados organismos internacionales permite extraer ya algunas reflexiones y lecciones aplicables en este ámbito. En las páginas siguientes se han organizado dichas reflexiones bajo la forma de un conjunto de criterios que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de poner en marcha políticas de evaluación de los sistemas educativos. La relación que sigue no debe ser entendida como una lista cerrada de criterios y condiciones, sino más bien como una propuesta tentativa, que habrá que ir contrastando en la práctica.


Credibilidad e independencia institucional

Un primer requisito exigible a cualquier política de evaluación de un sistema educativo es el de su credibilidad. Quizás sea ésta su piedra de toque, por cuanto determina el modo en que la evaluación es percibida desde el exterior, su consiguiente aceptación y, en última instancia, su influencia sobre la realidad. Los riesgos derivados de una utilización partidista de la misma, tomando posición previa a favor o en contra de los fenómenos objeto de evaluación, han sido repetidamente puestos de manifiesto.


Evidentemente, la objetividad es una aspiración irrenunciable de las ciencias humanas y sociales, pero se sabe bien la dificultad que su consecución entraña, especialmente cuando conlleva una interpretación valorativa. La valoración y el juicio, que constituyen precisamente el núcleo de la acción evaluadora, implican la referencia a valores y, por tanto, dificultan una percepción descarnadamente objetiva. En consecuencia, toda acción evaluadora está forzosamente sometida a una tensión interna entre conocimiento e interpretación, que no siempre resulta fácil de resolver.


Pese al reconocimiento de tales limitaciones, el juicio emitido por la sociedad y por los ciudadanos acerca de la credibilidad de los datos obtenidos y de las interpretaciones realizadas constituye la clave del éxito o fracaso de las políticas de evaluación. La búsqueda y consecución de tal credibilidad es uno de sus objetivos fundamentales, si no el principal.


La cuestión de la credibilidad lleva normalmente aparejada la de la independencia institucional de los mecanismos de evaluación o, dicho en otros términos, la de su imparcialidad. Obviamente, los modos de organización institucional de la tarea de evaluación del sistema educativo variarán considerablemente en función de las circunstancias concretas, sin que puedan determinarse reglas universales. Los organismos encargados de realizar dicha tarea pueden vincularse más o menos, de un modo u otro, a los distintos poderes del Estado y a los diversos escalones administrativos, pero su percepción como instituciones con un amplio margen de independencia, conseguida muchas veces a través del equilibrio interno de poderes (como es el caso del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación de España), es la principal garantía de éxito en su tarea.


Participación de la comunidad educativa

Un segundo criterio que deben cumplir las políticas de evaluación es el de contar con la participación de los sectores implicados. Dos son los motivos que avalan dicha exigencia. El primero deriva de la propia concepción de cómo debe realizarse la evaluación en una sociedad democrática; el segundo, de cuál sea la estrategia más adecuada para su implantación y desarrollo.


Por una parte, hay que insistir en el hecho de que los ciudadanos y la sociedad en su conjunto reclaman una cada vez mayor y mejor información sobre el estado y la situación del sistema educativo. La evaluación se convierte así en un instrumento poderoso que contribuye a enriquecer el debate sobre la educación, actuando como instancia de objetivación de la información existente. Pero, en la medida en que aborda realidades complejas, sujetas a interpretaciones complementarias, cuando no discrepantes, manejando datos procedentes de fuentes y agentes muy diversos y en un contexto cargado de significación y de valores, la ausencia de participación de los sectores implicados constituye una importante limitación metodológica y de legitimación. Al igual que los distintos sectores de la comunidad educativa participan en la gestión del sistema educativo y de los centros docentes, también deben verse involucrados en su evaluación. Y ello se aplica tanto a la utilización de una diversidad de fuentes de información como a la conducción de los procesos de evaluación y a la negociación y recepción de los informes resultantes.


Por otra parte, desde el punto de vista estratégico, uno de los medios más efectivos para asegurar la independencia institucional que antes se reclamaba es precisamente el de articular un mecanismo participativo, en el cual no exista una única autoridad evaluadora. En la medida en que todos los sectores de la comunidad educativa sean alternativamente sujetos y agentes de evaluación y participen en los programas que se pongan en marcha, se asegurará una independencia real a través del equilibrio de poderes.


Los modos concretos en que dicha participación se articula pueden variar considerablemente, pero lo importante es mantener este criterio a la hora de organizar un mecanismo de evaluación. Ello supone, así mismo, la integración de operaciones de evaluación externa con otras de evaluación interna y coevaluación.


Integración de métodos y enfoques

El corolario de cuanto se acaba de exponer es precisamente la necesidad de respetar el criterio de integración de métodos y enfoques. Si las diversas parcelas de la actividad educativa deben ser objeto de evaluación, contando con la participación de diversos agentes, es imposible abordar esta tarea con criterios metodológicos únicos y desde perspectivas absolutamente coincidentes. La propia diversidad de la realidad abordada exige una selección de los métodos más adecuados para cada caso concreto, huyendo de una uniformidad metodológica estéril. El viejo debate entre partidarios de los métodos cualitativos y cuantitativos tiene más de querella académica que de actitud realista y constructiva para la puesta en marcha de políticas de evaluación.

Por otra parte, también hay que reclamar el desarrollo de programas de evaluación de perspectivas complementarias. Quizás el ejemplo más claro en este sentido sea la puesta en marcha de planes de evaluación de centros docentes, con finalidad formativa y carácter individual, como complemento indispensable de otros programas de evaluación del cumplimiento de los objetivos educativos, de finalidad diagnóstica y carácter colectivo. La integración de ambos enfoques (microscópico y macroscópico) sobre el sistema educativo enriquece la tarea evaluadora y permite el logro de objetivos complementarios.


Quizás podría añadirse en este punto que la evaluación debe concebirse como un componente, central pero no el único, de un sistema actual de información sobre la educación. Si la articulación de los programas de información estadística, de planificación y prospectiva, de investigación educativa y de realización de estudios ha sido generalmente hasta ahora menos estrecha de lo deseable, el gran reto que enfrentan los sistemas educativos es el de integrar a todos ellos en un sistema de información, capaz de ofrecer una imagen transparente de los mismos y de permitir así los procesos de toma de decisión.


Coherencia con los objetivos del sistema educativo

Un cuarto criterio, no siempre tan atendido como debiera pero no por eso menos importante, es el que reclama coherencia entre las políticas de evaluación desarrolladas y los objetivos del sistema educativo a cuyo servicio se conciben. Dicho de otro modo, se trata de fomentar los efectos beneficiosos de la evaluación para el desarrollo de la educación y de evitar los perversos. La experiencia internacional demuestra que la aparición de efectos no deseados ni deseables en este ámbito es más frecuente de lo que debiera.


Hay que insistir reiteradamente en que las políticas de evaluación del sistema educativo no deben concebirse al margen de las políticas generales de desarrollo del mismo. En última instancia, deben colaborar al logro de los objetivos de la educación. Así, por ejemplo, aunque pocos se opondrán a la utilización de la evaluación para la mejora de la eficacia y la eficiencia del sistema educativo, cualquier observador desapasionado encontrará divergencias importantes entre la aplicación práctica de dicho planteamiento en un modelo político de corte neoliberal o uno preocupado especialmente por la excelencia y otro de corte socialdemócrata o preocupado primordialmente por la equidad. Por ello, las políticas de evaluación no deben concebirse como una parcela aislada dentro del amplio campo de la política y la administración educativas.


Este criterio es especialmente importante en períodos de reforma educativa. Por la propia naturaleza de la evaluación, es relativamente sencillo desautorizar procesos de cambio a partir de evaluaciones basadas en presupuestos contrarios a los mismos, como también lo es justificarlos desde sus propios presupuestos. En esta situación, la coherencia (que no subordinación) entre políticas de evaluación y política educativa en general es la única condición capaz de asegurar una evaluación realista y justa de las reformas educativas.


Gradualidad y adaptación a las circunstancias

La tarea diseñada en las páginas anteriores se aventura amplia y compleja y su magnitud puede llegar a asustar a muchos. Establecer y desarrollar un mecanismo de evaluación del sistema educativo que cumpla los criterios señalados no es en absoluto sencillo. Por ese motivo, conviene insistir en que el desarrollo de políticas de evaluación debe ser gradual, paulatino y adaptado a las circunstancias de su contexto. Si el objetivo final ha quedado suficientemente esbozado, no estará de más una llamada al realismo.


Las políticas de evaluación son, como hemos visto, relativamente recientes entre nosotros. Por otra parte, si se quieren desarrollar de una manera rigurosa, exigen contar con múltiples actores, integrar métodos y enfoques, asegurar su credibilidad e independencia institucional y vigilar su coherencia con el conjunto de la política educativa. Querer combinar aquella falta de experiencia con estas fuertes exigencias puede parecer una excusa para evitar su implantación. En estas páginas se sustenta un punto de vista diametralmente opuesto. Así, la consecuencia que debería extraerse de esta situación es una llamada a la cautela en relación con la estrategia de implantación y no con los objetivos propuestos. La meta está clara, el problema estriba en qué pasos dar para llegar a ella.


Por otra parte, es absurdo pretender desarrollar políticas de evaluación (como de cualquier otro tipo) a partir de la importación de modelos foráneos. Si algo ha conseguido la moderna educación comparada es llegar a la conclusión de que no se puede hablar de sistemas educativos mejores o peores en términos absolutos, sino mejor o peor adaptados a sus circunstancias específicas y más o menos capaces de dar respuesta a las demandas que se les formulan. Por ello, la evaluación también se encuentra sometida a esta necesidad de adaptación a sus circunstancias específicas, como criterio general.


Teniendo en cuenta el punto de partida y las dificultades a superar, no cabe duda de que la única actitud responsable es la de comenzar a desarrollar programas de evaluación caracterizados por su modestia, su rigor y su perseverancia. Siendo, por ejemplo, diversos los ámbitos a abarcar por la evaluación, no tiene sentido pretender cubrirlos todos al mismo tiempo. En aquellos casos en que no exista una amplia tradición evaluadora, no es oportuno iniciar programas muy sofisticados y complejos. Cuando existe desconfianza hacia una nueva práctica de la que no se sabe qué va a obtenerse, no deben implantarse programas que generen amplia contestación. En suma, se trata de aplicar la regla elemental de la prudencia también en este campo.


Esa y no otra es la actitud que muchos países han adoptado para poner en marcha políticas de evaluación de sus sistemas educativos. Los frutos que éstas comienzan a dar permiten aventurar que la evaluación va ocupando progresivamente un lugar propio de mayor presencia en el conjunto de la política educativa. Aunque estamos todavía lejos de haber resuelto todos los problemas planteados, parece que estamos orientados en una dirección que permitirá hacerlo en un futuro próximo. La aplicación de los criterios aquí planteados debe facilitar el correcto planteamiento de las actuales políticas de evaluación, que se nos revelan cada vez más importantes para el desarrollo de nuestros sistemas de educación y formación.


Nota

Fuente:

http://www.rieoei.org/oeivirt/rie10a02.htm


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