lunes, 29 de agosto de 2011

EVALUACIÓN FORMATIVA Y EVALUACIÓN PARA LA CERTIFICACIÓN

En el imaginario popular, la evaluación escolar está íntimamente ligada a la certificación, acreditación, premio o castigo. En cambio, la visión desde el punto de vista teórico es totalmente distinta. El siguiente artículo hace un aporte interesante a esta contradicción.

Para el discurso pedagógico, la evaluación tiene principal (sino exclusivamente) una función formativa y es  parte de la enseñanza. Desde esta perspectiva, la evaluación es una herramienta que forma parte del conjunto de estrategias didácticas. Su finalidad central es ayudar al estudiante a identificar lo que ha logrado y lo que no, así como permitir al docente reorientar la enseñanza y detectar estudiantes que requieren de explicaciones u otro tipo de apoyos adicionales. La cita que sigue, tomada de una revista de divulgación para docentes, es particularmente interesante como ejemplo de este discurso.

En la evaluación confluyen contradicciones irreconciliables que conviven en el proceso de escolarización. Éstas pueden sintetizarse en las dos formas de entender la evaluación: sumativa y formativa. Por formativa debe entenderse aquella que ayuda a crecer y a desarrollarse intelectual, afectiva, moral y socialmente al sujeto. En la práctica se traduce, en el caso de la corrección de un ejercicio o de un examen, en una actividad interactiva que aporta al alumno las informaciones suplementarias donde tiene necesidad de corregir su representación del problema o de aclarar cuestiones confusas. Parte de un análisis, sea de su producción o resultado, sea del proceso seguido, para introducir las modificaciones que debe aportar el alumno a su aprendizaje o los cambios que el profesor debe introducir en sus condiciones de aprendizaje [. . .].

La evaluación sumativa está al servicio de intereses que no son propios de la actividad educativa que  se lleva a cabo en el aula. Si acaso, arrastra consecuencias colaterales no deseadas —aunque a veces sirven de ocultamiento de responsabilidades — en la misma. De hecho, termina siendo medio de control del alumno en primera instancia; pero es a la vez medio por el cual es controlado el profesor [. . .].
La paradoja que podemos encontrar es que el decir sobre la evaluación formativa es una  constante omnipresente en el discurso de la evaluación, cuando en la práctica ocupa más bien un lugar marginal. (Álvarez Méndez, 1993: 29)

Las afirmaciones de Álvarez Méndez sobre el carácter formativo de la evaluación no merecen objeción alguna. Simultáneamente, su visión sobre la evaluación «sumativa» es por lo menos discutible. En la cita no es definida, sino que  se la descalifica directamente. En otros lugares del artículo se  la asocia con notas/ calificaciones y con procesos de selección de alumnos. Este texto refleja muy bien la (falsa) oposición, predominante en el discurso pedagógico, entre evaluar procesos (que sería formativo, cualitativo y «bueno») y evaluar resultados (que sería sumativo, cuantitativo y «malo»). Esta trilogía de términos opuestos, procesos-resultados, formativo-sumativo y cualitativo-cuantitativo, resume muy bien el modo en que suele demarcarse conceptual y valorativamente el campo de la evaluación en educación.

Nos interesa especialmente poner en tela de juicio la afirmación «la evaluación sumativa está al servicio de intereses que no son propios de la actividad del aula». Esta visión ignora el carácter social de la educación y la concibe como una actividad privada al interior del aula, en la que participan solamente el educador y sus estudiantes. Pero la educación es una  labor social en sentido amplio. El docente desempeña una función que le ha sido encomendada por la sociedad y por las familias de sus alumnos. En los niveles de educación obligatoria, alumnos y docentes están allí como resultado de un mandato social. Este mandato incluye, para el docente, establecer el grado en que cada estudiante está logrando los aprendizajes definidos como necesarios a través del currículo. A través de la normativa, todos los sistemas educativos atribuyen al docente la función de «certificar» el grado en que cada estudiante ha adquirido los conocimientos y capacidades propuestos.

El término certificar, según el diccionario de la Real Academia Española, significa «asegurar, afirmar, dar por cierto algo» y «hacer constar por escrito una realidad de hecho por quien tenga fe pública o atribución para ello». Los docentes tienen la atribución, la fe pública y el mandato normativo de «asegurar» y «hacer constar por escrito» (normalmente a través de las calificaciones) qué han logrado aprender sus estudiantes.

Los propios docentes son usuarios principales de esta certificación: parten de la base de que los estudiantes que reciben han incorporado los saberes definidos para el curso previo al propio. Lo mismo ocurre con el resto de las instituciones educativas. Las universidades necesitan una certificación de los estudios realizados y los conocimientos alcanzados por un estudiante que se presenta para cursar una carrera. Las familias de los estudiantes son otro destinatario relevante de la certificación.

Lo expresado no significa defender las calificaciones tal como se utilizan en la mayoría de los sistemas educativos. Un apartado de este artículo está destinado, justamente, a discutir los sistemas de calificaciones y sus usos. Pero el problema no es la certificación, sino el mal uso de malos sistemas de calificaciones para cumplir con una función que, en sí misma, es relevante y necesaria.

La certificación es, además, una herramienta de responsabilización, en la medida en que el aprendizaje no es únicamente una actividad placentera y espontánea, sino que requiere también de esfuerzo y disciplina. Requiere tanto de motivaciones intrínsecas como  de exigencias externas. La certificación es  una exigencia externa que hace al estudiante responsable de esforzarse por alcanzar determinados logros. El aprendizaje depende tanto de lo bueno que  sea el profesor enseñando como del esfuerzo y dedicación del estudiante. Probablemente, esto que llamo “responsabilización”, con un sentido positivo, es equivalente a lo que Álvarez Méndez denomina «control», con un sentido negativo.

Como resumen de esta entrada conceptual en el tema, es relevante distinguir dos funciones de la evaluación educativa.
a.  La formativa (evaluación para el aprendizaje), cuyo foco principal está pues- to en la reflexión sobre lo que se va aprendiendo, en la confrontación entre lo que se intenta y lo que se alcanza, en la búsqueda de nuevos caminos para avanzar hacia los conocimientos y desempeños que se busca lograr.
b. La certificativa (evaluación del aprendizaje), cuyo foco principal es constatar el aprendizaje y certificarlo públicamente, es decir, dar fe pública de cuáles son los conocimientos y desempeños logrados por cada estudiante.

La evaluación certificativa requiere, principalmente, de buenos dispositivos de valoración del trabajo de alumno, que permitan establecer un juicio de valor válido y confiable acerca de sus logros. La evaluación formativa requiere, ante todo, de buenos dispositivos de devolución al estudiante, que le permitan reflexionar sobre lo que está haciendo y buscar los modos para mejorarlo.

Ahora bien, como afirma Álvarez Méndez al final de la cita, una  cosa es el discurso sobre la evaluación y otra cosa es la práctica de la misma. Si bien la dicotomía evaluación formativa—evaluación sumativa está fuertemente presente en el discurso pedagógico, no ocurre lo mismo en la práctica. Pero el problema no es que no haya evaluación formativa en las aulas, sino que ambos tipos de evaluación se entremezclan continuamente. Según mostraremos en este artículo, en la práctica se produce una curiosa mezcla de situaciones. Por un lado, existen maestros que califican continuamente todas las tareas y que utilizan la calificación incluso en el marco de evaluaciones formativas. Al mismo tiempo, otros maestros nunca realizan pruebas ni asignan calificaciones, salvo al final del curso, momento en el que califican a partir de su «conocimiento directo» y acumulado del «proceso» de cada alumno.

Extraído de
CONSIGNAS, DEVOLUCIONES Y CALIFICACIONES: LOS PROBLEMAS DE LA EVALUACIÓN EN LAS AULAS DE EDUCACIÓN PRIMARIA EN AMÉRICA LATINA
Autor
Pedro Ravela
Profesor de Filosofía y Magíster en Ciencias Sociales y Educación.  Especializado en temas de evaluación educativa, fue Director de Evaluación en la Administración  Nacional de Educación Pública y Coordinador Nacional del Estudio PISA en Uruguay. En 2005 y 2006 integró la Coordinación Técnica del SERCE en UNESCO/OREALC. Actualmente dirige el Instituto de Evaluación Educativa en la Universidad  Católica del Uruguay. Es investigador, docente y asesor en temas de evaluación en varios países de la región. Integra el Grupo  de Trabajo sobre Estándares y Evaluación de PREAL.

domingo, 21 de agosto de 2011

Breve recorrida histórica sobre los modelos de evaluación para el cambio y la mejora

La concepción que tengamos sobre la Evaluación es fundamental para los aprendizajes, existen ciertos supuestos sociales que le dan el valor de ser "el momento de la verdad", o sea que sirve fundamentalmente para acreditar, pero la historia nos muestra que hay otros modelos, que en el siguiente artículo se destacan.


LOS MODELOS DE EVALUACIÓN PARA EL CAMBIO  Y LA MEJORA: UNA BREVE RECORRIDA HISTÓRICA
La evaluación de proyectos o programas en el campo educativo se constituye esencialmente en el juicio especializado sobre los objetivos, la estructura, el funcionamiento, las consecuencias y/o los resulta- dos de estas intervenciones sociales, juicio que recorre y se sostiene en un riguroso proceso investigativo a partir de ciertos principios, marcos conceptuales y metodológicos, enfoques y criterios preestablecidos. Para enmarcar la opción del modelo de autoevaluación a presentar en este texto, valga un pequeño recorrido por los distintos enfoques y modelos que desde hace más de dos décadas acompañan los procesos de enseñanza y mejora de los aprendizajes en el campo educativo.

Los expertos investigadores y evaluadores consideran a Ralph Tyler como el iniciador de la evaluación educativa, por ser quien en los años cuarenta se refiere a ella por primera vez y propone un método propio para evaluar en educación. Sus análisis y propuestas de evaluación están referidos especialmente al currículo o plan de estudio y a la enseñanza en relación con los objetivos de la educación (1950, 1967,1969) en torno a los cuales ha de organizarse dicho currículo.

La irrupción de modelos de evaluación se sitúa en la década de 1970  (ESCUDERO, 2003;  PERASSI, 2009),  momento en que surgen innumerables posibilidades, tanto conceptuales como metodológicas, para evaluar en educación (GUBA y LINCOLN, 1989). Aparecen propues- tas de evaluación que incorporan ya no solo el juicio  sobre logros y objetivos preestablecidos y buscados, sino que analizan los efectos logrados efectivamente y entregan su interpretación sobre el proceso de implementación tanto para los beneficiarios como para los propios diseñadores, apoyados por estrategias e instrumentos que permiten dar cuenta de las razones e interpretaciones sobre el proceso vivido por sujetos implicados y/o beneficiarios de las acciones de los proyectos o programas.
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Así, investigadores como Cronbach (1963,  1982),  Scriven (1967, 1976) y Stake (1967) establecen que el foco de la evaluación no ha de estar centrado solamente en los objetivos o metas planificadas, ya que, generalmente, los resultados o efectos no previstos son tanto o más importantes que los planificados y esperados por el programa o proyecto. Desde allí  desarrollan y ofrecen formas o estrategias para evaluar. Scriven, por ejemplo, recomienda que el evaluador no tenga información previa acerca de los objetivos porque lo influenciará en términos de lo que se disponga a observar e interpretar. A este autor le debemos también, entre otros aportes al campo de la evaluación educativa, la distinción, según la función que cumpla, entre evaluación formativa y sumativa (SCRIVEN, 1973,  1974).

En este período se reconocen, asimismo, modelos que priorizan recoger la información para evaluar desde los propios implicados o interesados en los programas, entre los cuales mencionamos dos: la evaluación iluminativa  (PARLETT y HAMILTON, 1977)  y la evaluación sensible o responsable (STAKE, 1975). Para la primera, el significado de un programa es, principalmente, lo que este significa para sus beneficia- rios. De allí que lo que importa es recoger el relato o la narrativa a través de la cual los sujetos y colectivos implicados describen la experiencia vivida, sus dificultades, logros, problemas y aprendizajes. Por su parte, y desde una evaluación sensible, Robert Stake (1980)  aboga porque en ella se considere la opinión no solo de los directamente implicados sino la de todos aquellos interesados en él: los denominados, precisamente, grupos de interés (stakeholders). En este sentido, y debido a que en estos modelos importa fundamentalmente la relación evaluador/evaluados –que ha de ser situada, etnográfica y, a veces, hasta participante (GUBA y LINCOLN, 1982,  1989)– es que se los considera modelos de evaluación cultural.

Un nuevo giro se produce en los modelos de evaluación al incorporar la exigencia respecto de la utilidad de sus resultados, ya no solo para dar cuenta de lo logrado o conocer la vivencia de los implicados durante el proceso, sino para tomar decisiones en la planificación de futuras  acciones (ALKIN  (1969,  1991;  STUFFLEBEAM 1966,  1994; CRONBACH, 1982). Es Cronbach quien propone usar la evaluación como un instrumento para mejorar las decisiones implicadas en el acto de educar. Para ello, se ha de evaluar a lo largo del proceso de enseñanza y aprendizaje y no solo al concluir o únicamente para dar cuenta de los logros o aprendizajes finales. Desde este enfoque, la evaluación que se realiza durante su implementación aporta significativamente más al problema abordado que aquella que se preocupa por estimar logros una vez concluidas sus acciones (CRONBACH, 1963). Por esto, pone especial atención al proceso que acontece en la sala de clases (entrar al aula) y a los cambios ocurridos en los estudiantes durante la implementación, tanto en lo actitudinal como en lo cognitivo (CRONBACH, 1963, 1980).

Con Guba y Lincoln (1989)  surge una nueva perspectiva o enfoque para evaluar en educación, que ellos denominan evaluación respondente y constructivista porque integra elementos de la evaluación sensible de Stake con aspectos metodológicos del  constructivismo (ESCUDERO, 2003). Desde esta mirada, lo importante de evaluar aún es lo que informan, sienten, piensan y ocurre con los implicados (ejecutores, responsables y beneficiarios), pero dicha evaluación se ha de sostener desde una perspectiva constructiva, la cual permite que emerjan las verdaderas preocupaciones, opiniones y demandas de estos implicados e interesados, atendiendo adecuadamente al contexto y sus factores y en una actitud  de permanente descubrimiento por parte del evaluador (GUBA y LINCOLN, 1989). La evaluación es, en primer lugar, un proceso que crea realidad, y en ese marco adquiere connotaciones  sociopolíticas, se convierte en un espacio de aprendizaje continuo y de colaboración entre las partes que admite y promueve la reflexión y la divergencia, y cuyos resultados son impredecibles (ESCUDERO, 2003).

El investigador y evaluador dispone hoy de un amplio abanico de enfoques, propuestas y modelos para evaluar y emitir juicios respecto de las acciones, proyectos, programas o políticas educativas. Diversos, aunque muchos de ellos complementarios, en su forma de entender y exigir a la evaluación, y diversos respecto de los criterios que la sostienen, objetivos que la guían y funciones que se le pide ejercer. Tienen también importantes diferencias referidas al lugar y papel que desempeña el evaluador, y a la estrategia o camino que debe recorrer. Profundicemos en aquel que se convierte en el marco y referente para la autoevaluación que se comparte en el presente artículo.

EL MODELO DE EVALUACIÓN CIPPP: CONTEXTO, INSUMO,  PROCESO Y PRODUCTO
El modelo CIPP –contexto, insumo, proceso y producto– desarro- llado  por  Daniel  Stufflebeam  (STUFFLEBEAM y  OTROS, 1971; STUFFLEBEAM,  1983;  STUFFLEBEAM  y SHINKFIELD, 1987)  es el más generalizado, ampliamente conocido y difundido en el campo educativo. Este modelo de evaluación por componentes específicos integra y articula los análisis a nivel de los procesos y resultados desencadenados y logrados por un programa o proyecto durante su implementación, con la pertinencia y relevancia de los insumos aportados y las influencias del contexto donde se desarrollan las acciones o intervenciones en cuestión.

Para Stufflebeam (1994),  la evaluación se constituye en un proceso de investigación riguroso mediante el cual se ofrece información pertinente y relevante para la toma de decisiones respecto de los cuatro ámbitos fundamentales que estructuran y constituyen las intervenciones educativas: su adecuación a las necesidades o problemáticas sociales implicadas; su diseño; su implementación, y los productos y resultados esperados desde ellos. Desde esta mirada, el propósito más importante de una evaluación no es demostrar, sancionar o validar, sino hacer emerger aquel conocimiento y los aprendizajes que hagan posible re- orientar y mejorar lo planificado e implementado a fin de conseguir los resultados y efectos buscados y requeridos.

Desde el CIPP, modelo relacional y sistémico, los servicios, recursos humanos y materiales constituyen los insumos básicos para realizar las acciones que permiten alcanzar los resultados esperados. Los factores contextuales aluden a aquellas dimensiones que se considerarán como antecedentes o variables no modificadas por el proyecto o progra- ma, pero que influyen (positiva o negativamente) en el desarrollo de todos los demás componentes. Los procesos aluden a la forma en que se usan los insumos disponibles y aquellos aportados por el proyecto en las prácticas e interacciones implicadas en los ámbitos de intervención de cada línea o eje del proyecto, con el fin de lograr los objetivos propuestos. Los resultados o productos son las consecuencias directas de las acciones emprendidas, y pueden ubicarse como resultados de nivel intermedio o final. El logro de estos efectos o resultados intermedios constituyen la vía principal para alcanzar los impactos o cambios en los problemas centra- les identificados. Los resultados hablan, así, de la eficiencia, calidad y sustentabilidad de los cambios en la situación problema atendida desde estos proyectos.

El análisis por componentes que este modelo propone permite:
•  Identificar y priorizar las metas a partir de la evaluación del contexto.
•  Estructurar y dar forma a las propuestas (diseños) a partir de la evaluación de insumos.
•  Orientar y guiar su implementación y ejecución a partir de la evaluación del proceso.
•  Modificar, ajustar, replicar acciones y decisiones a partir de la evaluación de los productos / resultados.

En el marco de las relaciones que lo sostienen, cada uno de sus elementos puede constituir una variable independiente o dependiente, según el foco y escala del análisis. Así, por ejemplo, los resultados, que constituyen variables que dependen de los insumos del proyecto, actúan a su vez como variables independientes  en su relación con los objetivos específicos o intermedios. Estos efectos, dependientes de la variable anterior, inciden al mismo tiempo como variable independiente en los impactos o resultados finales del proyecto en cuestión (STUFFLEBEAM y SHINKFIELD,  1987).

Es importante subrayar que los efectos e impactos no dependen exclusivamente de los insumos y resultados de las acciones implementadas. Por el contrario, en el logro de tales cambios también influyen  –en un sentido positivo o negativo– una serie de factores externos que actúan  como variables intermedias (o  intervinientes) condicionantes de la factibilidad del proceso de cambio en ejecución, o como variables no modificables que explican la diversidad o diferencial de los resultados obtenidos.

Este modelo permite y exige establecer relaciones causales entre los componentes y niveles que se pretende evaluar (hipótesis de evaluación), mediante las cuales se pueden analizar y evaluar, por ejemplo, los niveles de logro alcanzado, los resultados obtenidos así como aquellos no alcanzados y los procesos desencadenados por el proyecto en los distintos contextos.

Así, la evaluación orientada por el modelo CIPP permite dispo- ner de un conjunto de supuestos, de relaciones hipotéticas y de opciones que representan o describen la ejecución, y de los procesos y resultados de la intervención y sus diferentes componentes. Desde este enfoque, la evaluación se constituye en un proceso de construcción de conocimiento acerca de la problemática educativa evaluada, al mismo tiempo que en un espacio de reflexión y puesta a prueba de las hipótesis desde donde el programa o proyecto asume dicha problemática y ofrece soluciones. El modelo evaluativo identifica y define la clase de efectos y de impactos que debería investigarse desde el referente conceptual que enmarca la acción que sustenta la intervención, al mismo tiempo que los contextualiza y hace comprensibles desde los factores o variables que aparecen asociados e incidiendo en la ejecución y calidad de los resultados a lograr desde cada uno de sus componentes.

A partir de la información y conocimiento que aporta, es posible ampliar y enriquecer las perspectivas conceptuales y prácticas, focalizar las acciones y controlar de mejor manera las relaciones, variables y factores que inciden en los resultados o en los cambios que se promueven y se espera lograr. Ofrece igualmente argumentos sólidos para la toma de decisiones como: continuidad, término, difusión, replicabilidad, perti- nencia o relevancia de un programa al proporcionar una mejor compren- sión de los resultados y cambios logrados desde una perspectiva más global e integradora.
Los planteamientos de CIPP han tenido un amplio efecto en la investigación evaluativa en el campo de los proyectos educativos y sociales. Por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la International Educational Indicators Project han adoptado sus componentes centrales para la evaluación de programas y estrategias de cambio educativos de sus países miembros (SELDEN,
1990).  En América Latina se ha utilizado para el estudio de factores asociados al rendimiento de los estudiantes de primaria (LLECE, 2008), para evaluar el impacto de diversas políticas educativas (BID, 2000, 2003; PNUD, 2009; NEIROTTI, 2008)  y como base para el desarrollo de modelos tales como el de evaluación focalizada de G. Briones (1991), el de costo-impacto de E. Cohen y R. Franco (1992), los modelos de calidad desarrollados por E. Himmel (1997) y otros derivados de la aplicación del marco lógico de proyectos y de la construcción de modelos de calidad (MARTINIC, 1997).  En todos ellos se reconoce la importancia de los mismos componentes para elaborar un modelo evaluativo: contexto, recursos o  insumos, procesos, productos e  impactos.  Aunque se conceptualizan en forma diferente, los conceptos se asocian y responden a una lógica similar de relación.




Extraído de
REVISTA IBEROAMERICANA  DE EDUCACIÓN. N.º 55 (2011), pp. 107-136
Autora
Marcela Román
Investigadora principal  del Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación (CIDE) de la Universidad Alberto Hurtado (Chile).





sábado, 13 de agosto de 2011

Autoevaluación institucional

Si buscar mejoras es el principal sentido de la Evaluación, es natural que esta alcance su máxima expresión en la autoevaluación, en este sentido el siguiente artículo se ocupa de la Institución Escolar, considerado como una organización, como un conjunto. 
Autoevaluación institucional
Antonio Bolívar
(Universidad de Granada)
            Entendemos la autoevaluación como un proceso iniciado en el centro escolar, llevado a cabo por el profesorado del centro, con el propósito de encontrar respuestas a problemas del centro, y no a cuestiones planteadas por agentes o instancias externas. Una autoevaluación institucional, como desarrollo del centro, se orienta y cifra más en el diagnóstico de la situación del centro e identificación de necesidades que en una fase final del proceso, cuando éste propiamente no tiene un punto final.

            En lugar de que los profesores y otros agentes educativos asuman un papel pasivo y de obediencia a las fichas, entrevistas y otros procedimientos evaluadores externos, para después aceptar los informes que se les hacen llegar, en que se detectan deficiencias y se proponen posibles mejoras; la autoevaluación institucional de los centros ha llegado a constituirse en una buena alternativa para una evaluación formativa orientada a la mejora. Es una oportunidad para reconstruir sus modos de ver lo que está ocurriendo en los centros.

            La autoevaluación, como revisión interna basada en la escuela, no queda como un momento específico o fase específica terminal (aunque no se excluye, e incluso sea necesario –tras determinados  períodos– hacer un balance de lo conseguido o por hacer), está inmersa en todo el proceso de desarrollo, para potenciar el propio cambio, como actitud permanente del grupo o institución por supervisar y valorar lo que se está haciendo. Una primera fase de autorrevisión es el diagnóstico organizativo inicial (evaluación para la mejora) del centro donde alcanza su punto álgido. Este diagnóstico previo (detectar necesidades y problemas), una vez sea compartido por el grupo, debe inducir a establecer planes futuros para la acción (mejora escolar). Pero sobre todo la evaluación va inmersa en "espiral" en el propio proceso  de desarrollo (evaluación como mejora), se van revisando y recogiendo información colegiadamente sobre la puesta en marcha de los planes de acción, qué va pasando, de qué forma y por qué, identificando problemas y necesidades, revisando y planificando sucesivamente lo que se ha hecho o se debiera/acuerda hacer.

            El núcleo de la mejora de la enseñanza no es primariamente cada profesor considerado individualmente (competencias, conocimiento y actuaciones), un modelo alternativo de cambio prima el centro escolar como organización. Desde estas coordenadas la mejora de los aprendizajes de los alumnos, que es la misión última que justifica la experiencia escolar, se hace depender de la labor conjunta de todo el Centro. Y es que después de las evidencias acumuladas en la década del setenta sobre el fracaso a nivel local del movimiento de reforma curricular, se ha pasado en los ochenta a tomar el Centro como la unidad primaria del cambio.

            La evaluación institucional está inscrita en un proceso más amplio de reconstrucción cultural de la escuela y de los modos de trabajar y hacer escuela de los profesores. Para no reducirla a una cuestión administrativa, requiere planificar conjuntamente acciones de desarrollo de la escuela, en las que hay que legitimar, justificar, y consensuar las opciones de mejora que se van a tomar. Como proceso de trabajo colegiado, es necesario planificar la evaluación, es decir consensuar y entenderse sobre el plan de trabajo que se va a seguir.  

 Proceso de autoevaluación por un centro escolar
            En línea con lo que estamos diciendo, se propone desarrollar un proceso de autoevaluación en el centro escolar donde se enseña en orden a su desarrollo organizativo y mejora. Algunos pasos a seguir serían:

1. Establecer un proceso de trabajo (debatir y consensuar lo que estamos haciendo y lo que desearíamos que sucediera).

2. Las acciones de mejora se dirigen a distintas parcelas de la realidad, de acuerdo con las necesidades o prioridades sentidas, sobre las que se intenta construir modos de hacer comunes, por lo que "el" Proyecto de Centro a largo plazo, se concreta en el tiempo (planes anuales) en sucesivos "proyectos" focalizados de acción.

3. Se entiende el proyecto de centro como un proceso, marco o dispositivo para deliberar, reflexionar, discutir, decidir consensuadamente qué conviene hacer, cómo van las cosas y qué habría que ajustar o corregir, para ir construyendo inductivamente qué deba hacerse como tarea colectiva.

            El marco de autoevaluación por el equipo docente que aparece en el Cuadro comienza con la revisión y diagnóstico -en un proceso de discusión, deliberación y decisión conjunta- del estado actual de nuestro Centro y su funcionamiento, por parte del grupo de profesores, y emprender acciones de mejora en aquellos aspectos que se consideren prioritarios. En este modelo de proceso, como forma habitual de trabajo, se parte consensuando un "mapa" de logros y necesidades, fruto del autodiagnóstico/evaluación de la situación de nuestro centro, en un compromiso por revisar, concretar y sistematizar nuestras ideas educativas, de modo continuo y en espiral, en un plan de acción. Se trata de un esfuerzo por sistematizar y concretar nuestras ideas educativas en un plan de acción. Como tal requiere el compromiso de todos o una mayoría de los miembros para analizar reflexiva y cooperativamente donde se está, por qué y cómo se ha llegado, valorar los logros y necesidades y determinar qué cosas podemos ir haciendo mejor dentro de lo posible: ¿Cómo van las cosas en el centro?, ¿qué va funcionando aceptablemente?, ¿qué cosas necesitarían mejora? ¿estamos haciendo lo que querríamos hacer?, etc.

            La evaluación de los centros deberá conjuntar una dimensión orientada a un diagnóstico de resultados, con el propósito de que –a su vez– pueda servir para promover procesos de mejora interna. Por eso, las consecuencias de un proceso de evaluación, bien situado y realizado, son -en primer lugar- la mejora; en segundo, rendir cuentas de la labor desarrollada y rendimientos alcanzados, y -más ampliamente- proporcionar información a los internos y sociedad. Como señala David Nevo (1998: 90) una evaluación debe ser constructiva y útil, "si bien la idea de que la evaluación formativa es una alternativa a la evaluación sumativa puede ser un pretexto para rehuir las exigencias de responsabilización. (...) una evaluación también debería ayudar a la escuela a demostrar sus méritos ante las autoridades educativas, los padres y el público en general". Otras consecuencias colaterales, no por ello menos relevantes, son: contribuir a generar una cultura de evaluación tanto en los modos y procesos de llevarla a cabo como en ir asumiendo la responsabilidad de los resultados ante la sociedad, ir perfeccionando y apropiando los instrumentos de evaluación, etc. Orientada a la mejora interna es un medio para capacitar al propio centro para hacer sus opciones de mejora, construyendo condiciones y procesos que permitan innovar y ser expresión de su autonomía.


Extraído de
LA MEJORA DE LOS PROCESOS DE EVALUACIÓN
Antonio Bolívar
(Universidad de Granada)


sábado, 6 de agosto de 2011

Evaluación de Centros

En nuestra vida cotidiana evaluamos permanentemente, y lo hacemos para saber si actuamos correctamente, y de ser necesario, para lograr mejores desempeños. En la escuela se ha asentado el "reino de la acreditación", lo que obstaculiza la función principal de las evaluaciones, que es lograr mejoras. Entonces, ¿Qué evaluar? Todo ¿Para qué? Para que nos ilumine el camino del progreso. El siguiente es un breve escrito de A Bolivar sobre la evaluación de Centros Educativos.


EVALUACIÓN DE CENTROS
Antonio Bolívar
(Universidad de Granada)
            La evaluación de centros, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las políticas educativas, en una especie de "estado evaluador". A medida que se delega mayor autonomía a los centros educativos, como contrapartida se incrementa la necesidad de una evaluación periódica de los resultados obtenidos por los centros, teniendo en cuenta las características de sus alumnos. Ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir responsabilidades, o para dar criterios a los clientes en su elección, la evaluación de centros se ha convertido en los últimos años en un cuestión estrella. El auténtico reto actual es que lo que comenzó siendo un medio de mejora institucional, no acabe siendo atrapado o colonizado por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la "tercera vía".

            Hay –no obstante– razonables dudas si la evaluación externa de los resultados (evaluación como producto) pueda comportar un proceso de mejora interna. Por eso, una cuestión que plantearemos en la sesión es cómo combinar, de modo productivo, ambos tipos de evaluación. La evaluación de centros tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas a menudo, no tienen por qué serlo:

[a] Dar cuenta del funcionamiento del servicio público; y

[b] Proceso de aprender de la propia práctica para mejorar la acción educativa del centro.

            La primera suele regirse por una lógica de fidelidad (en qué grado reflejan lo regulado o consiguen los resultados estipulados), normalmente en términos cuantitativos; mientras que la segunda se dirige preferentemente a autodiagnosticar los elementos disfuncionales y necesidades como paso previo para la mejora escolar. Como dicen Marchesi y Martín (1999: 7-8): “En el primer caso, el objetivo de la evaluación es conocer el funcionamiento de los centros docentes para comprobar si cumplen los objetivos establecidos. De esta forma la administración puede detectar los problemas más importantes y adoptar las decisiones que se consideren oportunas. (...) En el otro polo se sitúa el compromiso y el progreso de la escuela, que se basan en la participación voluntaria de los centros, en el compromiso de los profesores y en el acuerdo de la comunidad educativa. Los sistemas habituales que se utilizan son la autoevaluación y la evaluación interna, si bien pueden completarse con algún tipo de evaluación externa”. 

Evaluación interna, evaluación externa
            Es común diferenciar entre evaluación externa (conducida por agentes externos, en nuestro caso, inspectores) de la evaluación interna (realizada por los que están trabajando en el centro o programa), que, de modo paralelo, se ha asimilado –respectivamente– a heteroevaluación y autoevaluación. Si se intenta combinar con las dimensiones formativa/sumativa y; interna/externa, lo normal es que la evaluación externa sea sumativa y heteroevaluación, y la formativa sea realizada por los propios agentes internos implicados; pero en la práctica caben otras mezclas, ni la evaluación externa tiene por qué oponerse a la interna (Nevo, 1997).

            Más relevante es la oposición entre la evaluación como instrumento de dirección y control, y como estrategia para la mejora y el desarrollo escolar. La primera se ha traducido como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización. Si bien cabe la evaluación de un servicio público, también, en los últimos tiempos, a partir del laboratorio inglés, se está poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Por su parte, una evaluación orientada hacia la mejora exige o presupone el compromiso de los propios implicados para iniciar proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la calidad de los procesos y resultados.

            Defenderemos la tesis de que la evaluación de los Proyectos de Centro debe servir, conjuntamente, para (a) Dar cuenta de los logros de un centro; y (b) servir como un proceso de mejora de la propia organización. Ello supone (Escudero, 1996) haber creado las condiciones institucionales que la hagan posible.

            La necesidad de evaluaciones externas de los centros escolares viene determinada tanto para asegurar la igualdad (misma calidad educativa) de los ciudadanos en la educación, acentuada cuando los centros gocen de un grado de descentralización y autonomía; como para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellos centros que no estén ofreciendo un entorno educativo parecido a otros (públicos o privados concertados), o para compensar en la medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros, o servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de generalizabilidad.

            Un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión, tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de evaluación externa. Así, en España, al no haber sabido para qué se quería la evaluación de centros, ni cuáles eran las prioridades (generar una cultura evaluativa en los centros e iniciar procesos internos de revisión), ha conducido a que un bienintenciado Plan de evaluación de centros (Plan EVA en el MEC) haya tenido, finalmente, que suprimirse (1997), para dar entrada a los planes de mejora y gestión de la calidad. Si una evaluación externa quiere, como decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se preocupa por crear los procesos necesarios, está abocada a fracasar.

            En estos casos cualquier evaluación externa engendrará actitudes defensivas y será percibida como un intento de controlar el funcionamiento del centro y un atentado contra la autonomía profesional, lo que en nada contribuye a la mejora. Por eso, señala Nevo (1997), los que estén interesados en la evaluación sumativa externa deberían animar a los centros a desarrollar mecanismos de evaluación interna, no para sustituirla sino para hacerla más eficaz. Normalmente la autoevaluación institucional es una condición prioritaria para que una evaluación externa contribuya a la mejora interna, al contar con procesos para sacar partido a los informes de evaluación. Como señala David Nevo (1997: 167): «Si la evaluación de un centro es interna y externa a la vez, se convierte en un diálogo para la mejora en vez de en acusaciones externas y defensiva interna».

Tres orientaciones en la evaluación de centros
            La evaluación de las organizaciones educativas se ha presentado ligada a los movimientos u «olas» que en torno a la mejora han recorrido últimamente las políticas e investigación sobre las escuelas (Bolívar, 1999); que –a su vez–  son subsidiarios y expresan modos de concebir las escuelas:

[a] Eficacia (“escuelas eficaces”): elementos e indicadores que, ligados a un centro, tienen efectos añadidos en el aprendizaje de los alumnos. Una escuela eficaz aporta un “valor añadido” en el progreso de sus alumnos.

[b] Mejora de la escuela, con un enfoque más amplio de la mejora de la educación, pretende generar las condiciones internas de los centros que promuevan el propio desarrollo de la organización, acentuando la labor de trabajo conjunto.

[c] Calidad (“reestructuración”, reconversión y “gestión de la calidad”). Dentro de las nuevas políticas educativas, se propone reestructurar y rediseñar los centros escolares , con un énfasis en la autonomía y gestión basada en la escuela, rediseñando los roles y estructuras organizativas. En un segundo momento se unido la aplicación a los centros escolares de la “Gestión de la calidad total” de las organizaciones empresariales (Bolívar, 1999b).

            De este modo, podemos inscribir la evaluación de la acción educativa de los centros en tres grandes tradiciones: Una, más al servicio de la administración educativa, que busca –mediante la eficacia– el control de la labor de los centros; otra basada en la mejora de los procesos organizativos del profesorado; y una tercera al servicio de los clientes, proporcionando elementos para la elección de centros (choice schools), en una orientación al mercado. 



Extraído de
LA MEJORA DE LOS PROCESOS DE EVALUACIÓN
Antonio Bolívar
(Universidad de Granada)

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