Si descendemos a la tarea de evaluación propiamente dicha, surge una cuestión que suscita controversia. Se trata de la importancia que se debe conceder a la objetividad de la evaluación y las consecuencias que ello tiene para su credibilidad y para la justicia que conlleva su actuación.
La objetividad es una aspiración irrenunciable de cualquier estudio con pretensiones científicas, pero se sabe bien la dificultad que implica, sobre todo cuando su objetivo consiste en emitir una valoración. La valoración y el juicio, que constituyen precisamente el núcleo de la acción evaluadora, implican la referencia a valores y, por lo tanto, dificultan una percepción puramente objetiva. En consecuencia, toda acción evaluadora está forzosamente sometida a una tensión interna entre conocimiento e interpretación, que no siempre resulta fácil de resolver y en la que se juega su crédito.
Pese al reconocimiento de tales limitaciones y de la dificultad de conciliar rigor, objetividad y valoración, el juicio que emitan la sociedad y los ciudadanos acerca de la credibilidad de los datos obtenidos y de las interpretaciones realizadas constituye la clave del éxito o fracaso de las políticas de evaluación. La búsqueda y consecución de tal credibilidad se convierte, por lo tanto, en uno de sus objetivos fundamentales.
La cuestión de la credibilidad lleva normalmente aparejada la de la independencia institucional de los sistemas de evaluación o, dicho en otros términos, la de su imparcialidad. Obviamente, los modos de organización institucional de la tarea de evaluación del sistema educativo variarán considerablemente en función de las circunstancias concretas en que se desarrollen, sin que puedan determinarse reglas universales. Los organismos encargados de realizar dicha tarea pueden vincularse más o menos, de un modo u otro, a los distintos poderes del Estado y a los diversos escalones administrativos, pero su percepción como instituciones con un amplio margen de independencia, conseguida muchas veces a través del equilibrio interno de poderes, es la principal garantía de éxito en su tarea y de reducción de los riesgos que plantea.
Íntimamente ligada a esta cuestión aparece también la del principio de justicia que debe regir la actuación evaluadora. Es un asunto que se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando se realizan evaluaciones que tienen consecuencias directas para las personas o las instituciones. Uno de los casos más claros es el de la evaluación de centros escolares con la intención de adoptar decisiones sobre ellos o de establecer clasificaciones de cualquier tipo. Tanto los agentes implicados en la evaluación como sus destinatarios deben preguntarse si la evaluación refleja de manera justa la situación de las escuelas y actuar de forma que lo garantice. Por ejemplo, no se pueden pedir los mismos resultados a escuelas que atienden a un alumnado de distinto potencial o diferente origen social y cultural. Parece más lógico compararlas introduciendo algunos índices correctores de su situación. No otra cosa han pretendido hacer los distintos modelos de “valor añadido” en educación que se han desarrollado en los últimos años y que tienden a aplicarse cada vez más frecuentemente. El riesgo de olvidar o ignorar estas diferencias amenaza seriamente las posibilidades de la evaluación.
Autor
Evaluación y cambio educativo: los debates actuales sobre las ventajas y los riesgos de la evaluaciónAlejandro Tiana
En
Avances y desafíos en la evaluación educativa
Elena Martín
Felipe Martínez Rizo
Coordinadores
Metas Educativas 2021
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