La evaluación
condiciona todo el proceso de enseñanza y aprendizaje. Resulta paradójico que
la evaluación potencie las funciones intelectuales menos ricas.
Doyle dice que en las aulas existe una estructura de tareas
y una estructura de participación. Cuando habla de las tareas o funciones
intelectuales que se ejercitan, hace una relación graduada en orden a la
complejidad.
Memorización
Aprendizaje de algoritmos
Comprensión
Análisis
Opinión
Creación
Aunque todas son necesarias, creo que es fácil decir que la
complejidad o la riqueza intelectual de estas operaciones, va creciendo de las
primeras a las últimas. Sin embargo, si observamos cuáles son las más
potenciadas en los exámenes podremos comprobar cómo el orden está invertido.
Téngase en cuenta que, dada la importancia de los procesos
de evaluación, el estudio se organiza para dar respuesta a las preguntas que
realizan los profesores.
Este hecho acentúa la hegemonía del conocimiento que se
imparte y subraya la importancia de la respuesta única. Si resulta decisivo
para conseguir un buen resultado repetir fielmente los contenidos de la
enseñanza, la forma de estudiar, el estilo del aprendizaje se basará en la
memorización.
Este problema llega a su apogeo cuando se utilizan las mal
llamadas «pruebas objetivas». ¿Cómo se cultiva a través de ellas la capacidad
de síntesis, de análisis, de estructuración, de comparación, de opinión, de
creación?
En algunas Facultades circulan documentos con pruebas de
años anteriores que los alumnos estudian concienzudamente (algunos, sólo es eso
lo que estudian) para salir airosos en los exámenes.
No es difícil suponer que ese esquema tantas veces repetido
de escuchar-anotar estudiar-repetir resulte poco atractivo, poco estimulante,
tanto para los alumnos como para los docentes.
Resulta paradójico que los alumnos tengan que almacenar en
sus cabezas aquello que los profesores les han transmitido teniendo sus apuntes
delante.
La simplificación que supone un tipo de corrección a través
de la fórmula A E /N-
1 rompe el diálogo sobre la discusión de criterios y la
aplicación de los mismos.
Paradoja
Aunque los resultados
no explican las causas del éxito o del fracaso, la institución entiende que el
responsable de las malas calificaciones es el alumno.
Digo que «la institución entiende» porque me refiero a lo
que sucede «de facto». Es decir, habrá alumnos o padres y madres de éstos que
consideren que la calificación es injusta, pero son pocos (verdaderas
excepciones) los que se deciden a solicitar un examen alternativo o los que
piden medios para que la institución haga frente durante el verano a las
deficiencias habidas durante el curso. Prefieren esperar una nueva oportunidad
o matricularse con otro profesor.
La evaluación brinda información sobre los resultados
obtenidos por los alumnos, pero no suele decir nada sobre las causas del éxito
o del fracaso. De ahí que se suponga que toda la responsabilidad del fracaso
depende de su capacidad, de su interés o de su esfuerzo.
Los procesos atributivos que se plantean respecto al fracaso
de los alumnos suelen focalizarse en comportamientos de éstos, y no de los
profesores o de la institución.
a. Son vagos.
b. Son torpes.
c. Están mal preparados.
d. No saben estudiar.
e. Están desmotivados.
f. No asisten a clase.
No digo que no exista una parte de responsabilidad en los
comportamientos y actitudes de los alumnos, pero resulta curioso que las
explicaciones que hacen éstos de las causas de su fracaso apuntan en otras
direcciones:
a. No nos interesa lo que explican.
b. Los profesores no saben explicar.
c. Exigen de forma arbitraria.
d. Ponen exámenes tramposos.
e. Corrigen de forma arbitraria.
f. Faltan a las clases.
g. No atienden en las tutorías.
«(...) sistemáticamente, durante cursos y cursos académicos,
los docentes solemos leer, en los resultados de la evaluación tradicional, los
éxitos o fallos del alumno, dejando de lado todos los restantes cúmulos de
variables. Las consecuencias son obvias: exactamente las mismas que tendrían
lugar (...) si, habiéndose apagado la luz a causa de que se han fundido los
fusibles, nos empeñáramos en que «lo que pasa es que está fundida la bombilla»;
podemos dedicarnos a comprar lámparas nuevas, hasta centenares, y sustituirlas
en nuestra casa: la luz nunca llegará por ese camino, sólo perderemos tiempo y
dinero, a menos que nos dediquemos a plantearnos el interrogante de los porqués
de los hechos observados» (Fernández Pérez).
Prueba de que la institución considera que el alumno es el
único responsable del fracaso, es que ésta no arbitra los medios necesarios
para ayudar a los que han fracasado. Si el alumno ha suspendido porque no ha
estudiado, lo lógico es que se ponga a estudiar.
Este tipo de atribuciones escasamente rigurosas ante un fenómeno
tan complejo, merma a la evaluación de sus funciones más ricas, a saber:
Diálogo Diagnóstico Comprensión Mejora Aprendizaje
He titulado uno de mis trabajos «Evaluación de los alumnos y
aprendizaje del profesorado». En efecto, la evaluación puede ser una fuente de
aprendizaje cuando existe apertura para reflexionar críticamente sobre la
práctica, y cuando existe una actitud de disposición a la mejora.
Desde la concepción acrítica se potencian las funciones más
pobres de la evaluación: MEDICIÓN
COMPROBACIÓN COMPARACIÓN JERARQUIZACIÓN DISCRIMINACIÓN CLASIFICACIÓN
Resulta paradójico, pues, que la función más potente de la
evaluación sea la comprobación del aprendizaje que ha realizado el alumno, sin
que se avive a través de ella el análisis sobre el proceso de aprendizaje o las
condiciones en las que éste se desarrolla.
Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del
Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad
española
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