martes, 17 de septiembre de 2013

Más paradojas de la Evaluación Educativa

La teoría afirma que al evaluar, debemos centrarnos en los procesos, pero la realidad muestra que a todos los implicados le interesa fundamentalmente los resultados ¿Cuál es el “momento de la verdad”? ¿Cuál es la preocupación de los intereses dominantes, expresados mediante el neoliberalismo? Por otra parte ¿Cuáles son los actores que intervienen en el proceso educativo? ¿Por qué se evalúa, casi excluyentemente, al alumno? Los siguientes párrafos, producto de la prodigiosa pluma de M A Santos Guerra, fueron pensados para el contexto universitario, pero pueden ser un aporte a la reflexión en todos los niveles.


Aunque la teoría del aprendizaje centra su importancia en los procesos, la práctica de la evaluación focaliza su interés en los resultados.
 La hora de la verdad es la de los exámenes. La hora de la verdad es la de los resultados. Baste ver cómo reaccionan los estudiantes ante una huelga de enseñanza y ante una huelga de actas. La expresión «perdemos el curso» no se plantea cuando no se aprende; sino cuando no se aprueba. Son frecuentes los períodos en que todo el proceso de aprendizaje se detiene para organizar exámenes. Ha llegado la hora de comprobar lo que se ha aprendido.

La frecuencia con que se instalan en las prácticas institucionales los momentos de examen, manifiesta de forma inequívoca que la comprobación del aprendizaje se realiza en la fase final del proceso, es su culminación, su broche de oro.

La complejidad del fenómeno de la evaluación se simplifica a través de un proceso de medición de resultados mediante pruebas (frecuentemente, de respuesta única y opción múltiple) que obliga a los estudiantes universitarios a estudiar de manera que salgan con éxito de las pruebas.

La manera más simple de plantear la evaluación es hacer preguntas que permitan comprobar si han aprendido aquello que se trataba de enseñar. Pero esta simplificación esconde preguntas de gran calado: ¿la selección de conocimientos ha sido adecuada?; ¿la forma de trabajarlos ha facilitado el aprendizaje?; ¿los contenidos de la evaluación son los más relevantes?; ¿se entiende la forma de preguntar?; ¿han captado lo que se pregunta?; ¿han contestado lo que saben?; ¿se ha valorado adecuadamente lo que han respondido?

Una escasa preparación de los docentes en las dimensiones didácticas de su práctica esconde la preocupación por cuestiones más complejas y, cuando esta complejidad se descubre, existen dificultades para responden adecuadamente a ella. Por ejemplo, la masificación de los estudiantes dificulta un análisis de procesos. ¿Es posible hacer evaluación de progreso con más de cien alumnos?

La preocupación por los resultados priva a la evaluación de la mayor parte de su poder transformador. No aprenden de ella ni el sistema, ni los profesores ni los estudiantes. Dicen Stufflembeam y Shinkfield: «El propósito más importante de la evaluación no es demostrar, sino perfeccionar...». Pero, si sólo está atenta a los resultados, ¿de dónde puede surgir la comprensión para el perfeccionamiento?.

La cultura neoliberal y algunas de las corrientes que nos están invadiendo (la calidad total es un ejemplo clamoroso) acentúan el interés por la eficacia de los resultados. La obsesión por la eficacia mata preocupaciones elementales: ¿disfrutan aprendiendo?; ¿les sirve para algo lo que estudian?; ¿acaban aborreciendo el aprendizaje?; ¿aprenden a estudiar por sí mismos?; ¿es justa y respetuosa la forma de relacionarse?; ¿se utiliza la evaluación como amenaza y control?; ¿si no hubiera calificaciones estarían aprendiendo con nosotros?; ¿utilizan el conocimiento de manera ética?; ¿se pone el saber al servicio de valores?

Esa obsesión por la eficacia manifestada en los resultados da lugar a unas comparaciones entre Universidades, entre facultades, entre cursos, hartamente discutibles. Si no se parte de las mismas condiciones, si no se dispone de los mismos medios, si no se utilizan criterios adaptables y contrastados de evaluación,
¿cómo comparar lo incomparable?

Esa comparación no es inocente, sino perversa. En el fondo tiende (y muchas veces consigue) a favorecer a las instituciones y a las personas más beneficiadas por la cultura, el dinero o el prestigio social. De esa forma, la evaluación se convierte en un instrumento de perpetuación y acentuación de las diferencias y de la injusticia.

Paradoja
Aunque en el proceso de enseñanza/aprendizaje intervienen diversos estamentos y personas, el único sujeto evaluable del sistema universitario es el alumno.
 Sólo es evaluable, de manera efectiva, el alumno. En efecto, el estudiante no se libra de esa función que cierra el proceso de enseñanza. Pase lo que pase, el alumno es evaluado. No sucede lo mismo con los políticos, con los gestores, con el profesorado. Éstos serán evaluados si hay tiempo, si hay ganas, si hay dinero para hacerlo.

Curiosamente, el alumno es la pieza inferior dentro de la escala jerárquica de la institución. Políticos, Rectores, Decanos, Directores de Departamento, Profesores y alumnos: ésa es la escala en orden descendente. Solamente, se evalúa la última pieza del sistema. Este hecho no es casual. Todos tienen influencia en el logro de las pretensiones formativas, pero solamente uno es evaluado de manera inexorable. Y es evaluado a través de un proceso que tiene consecuencias. ¿Qué sucede si no ha aprendido por culpa de la institución o del profesor o del Rector?.

«El rendimiento del estudiante no depende exclusivamente de sus capacidades o su esfuerzo personal, ni de la mayor o menor idoneidad del profesor. Depende también de la organización general de las instituciones...» (Casanova).

La evaluación del profesorado puede hacerse o no y, si se hace, no tiene consecuencias ni siquiera -en muchos sitiospara la prórroga de contratos o para la presentación a la convocatoria de plazas. Si al profesor le evalúan sus alumnos negativamente en el ítem «explica con claridad», podrá decir que no tienen el nivel suficiente para entenderle y, en cualquier caso, podrá seguir repitiendo lo que hacía sin que haya consecuencia alguna.

De ahí la importancia de hacer una evaluación de las instituciones universitarias asentada en la necesidad de mejorar las prácticas docentes, y no sólo de controlar al profesorado.

Pedirle cuentas solamente al alumno de aquello que ha aprendido sin tener en cuenta todos los factores y todas las personas que inciden en ese aprendizaje, resulta parcial e injusto.


Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad española


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