Aunque la teoría del
aprendizaje centra su importancia en los procesos, la práctica de la evaluación
focaliza su interés en los resultados.
La frecuencia con que se instalan en las prácticas
institucionales los momentos de examen, manifiesta de forma inequívoca que la
comprobación del aprendizaje se realiza en la fase final del proceso, es su
culminación, su broche de oro.
La complejidad del fenómeno de la evaluación se simplifica a
través de un proceso de medición de resultados mediante pruebas
(frecuentemente, de respuesta única y opción múltiple) que obliga a los
estudiantes universitarios a estudiar de manera que salgan con éxito de las
pruebas.
La manera más simple de plantear la evaluación es hacer
preguntas que permitan comprobar si han aprendido aquello que se trataba de
enseñar. Pero esta simplificación esconde preguntas de gran calado: ¿la
selección de conocimientos ha sido adecuada?; ¿la forma de trabajarlos ha
facilitado el aprendizaje?; ¿los contenidos de la evaluación son los más
relevantes?; ¿se entiende la forma de preguntar?; ¿han captado lo que se
pregunta?; ¿han contestado lo que saben?; ¿se ha valorado adecuadamente lo que
han respondido?
Una escasa preparación de los docentes en las dimensiones
didácticas de su práctica esconde la preocupación por cuestiones más complejas
y, cuando esta complejidad se descubre, existen dificultades para responden
adecuadamente a ella. Por ejemplo, la masificación de los estudiantes dificulta
un análisis de procesos. ¿Es posible hacer evaluación de progreso con más de
cien alumnos?
La preocupación por los resultados priva a la evaluación de
la mayor parte de su poder transformador. No aprenden de ella ni el sistema, ni
los profesores ni los estudiantes. Dicen Stufflembeam y Shinkfield: «El propósito más importante de la evaluación
no es demostrar, sino perfeccionar...». Pero, si sólo está atenta a los
resultados, ¿de dónde puede surgir la comprensión para el perfeccionamiento?.
La cultura neoliberal y algunas de las corrientes que nos
están invadiendo (la calidad total es un ejemplo clamoroso) acentúan el interés
por la eficacia de los resultados. La obsesión por la eficacia mata
preocupaciones elementales: ¿disfrutan aprendiendo?; ¿les sirve para algo lo
que estudian?; ¿acaban aborreciendo el aprendizaje?; ¿aprenden a estudiar por
sí mismos?; ¿es justa y respetuosa la forma de relacionarse?; ¿se utiliza la
evaluación como amenaza y control?; ¿si no hubiera calificaciones estarían
aprendiendo con nosotros?; ¿utilizan el conocimiento de manera ética?; ¿se pone
el saber al servicio de valores?
Esa obsesión por la eficacia manifestada en los resultados
da lugar a unas comparaciones entre Universidades, entre facultades, entre
cursos, hartamente discutibles. Si no se parte de las mismas condiciones, si no
se dispone de los mismos medios, si no se utilizan criterios adaptables y contrastados
de evaluación,
¿cómo comparar lo incomparable?
Esa comparación no es inocente, sino perversa. En el fondo
tiende (y muchas veces consigue) a favorecer a las instituciones y a las
personas más beneficiadas por la cultura, el dinero o el prestigio social. De
esa forma, la evaluación se convierte en un instrumento de perpetuación y
acentuación de las diferencias y de la injusticia.
Paradoja
Aunque en el proceso
de enseñanza/aprendizaje intervienen diversos estamentos y personas, el único
sujeto evaluable del sistema universitario es el alumno.
Curiosamente, el alumno es la pieza inferior dentro de la
escala jerárquica de la institución. Políticos , Rectores, Decanos,
Directores de Departamento, Profesores y alumnos: ésa es la escala en orden
descendente. Solamente, se evalúa la última pieza del sistema. Este hecho no es
casual. Todos tienen influencia en el logro de las pretensiones formativas,
pero solamente uno es evaluado de manera inexorable. Y es evaluado a través de
un proceso que tiene consecuencias. ¿Qué sucede si no ha aprendido por culpa de
la institución o del profesor o del Rector?.
«El rendimiento del
estudiante no depende exclusivamente de sus capacidades o su esfuerzo personal,
ni de la mayor o menor idoneidad del profesor. Depende también de la
organización general de las instituciones...» (Casanova).
La evaluación del profesorado puede hacerse o no y, si se
hace, no tiene consecuencias ni siquiera -en muchos sitiospara la prórroga de
contratos o para la presentación a la convocatoria de plazas. Si al profesor le
evalúan sus alumnos negativamente en el ítem «explica con claridad», podrá
decir que no tienen el nivel suficiente para entenderle y, en cualquier caso,
podrá seguir repitiendo lo que hacía sin que haya consecuencia alguna.
De ahí la importancia de hacer una evaluación de las
instituciones universitarias asentada en la necesidad de mejorar las prácticas
docentes, y no sólo de controlar al profesorado.
Pedirle cuentas solamente al alumno de aquello que ha
aprendido sin tener en cuenta todos los factores y todas las personas que
inciden en ese aprendizaje, resulta parcial e injusto.
Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del
Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad
española
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