domingo, 9 de agosto de 2020

A examen

Los nuevos planes de estudio, así como los cambios en los formatos institucionales y en los regímenes académicos ponen en tensión las formas de evaluar, una de las prácticas docentes más difíciles de modificar. Una necesaria reflexión sobre sus finalidades, criterios e instrumentos, para lograr que los estudiantes aprendan y no solo aprueben.  

 

“Partiendo de la constatación de que el acceso a la escuela no es condición suficiente para acceder al conocimiento, se consolida en las últimas décadas el debate sobre las prácticas educativas”, afirmaba en uno de sus escritos Néstor López, sociólogo argentino, investigador del Instituto Internacional de Planeamiento Educativo (IIPE Unesco) y coordinador del SITEAL (Sistema de Información de Tendencias Educativas en América Latina), para dar cuenta del viraje de los estudios y de la política pública hacia lo que ocurre dentro del aula. 

 

En este mismo sentido, el ya fallecido Juan Carlos Tedesco, quien fuera director de IIPE Unesco y titular de la cartera educativa nacional, señalaba que ese movimiento fue posterior a las reformas de los años noventa que apostaron al financiamiento de la demanda, los cambios en los contenidos curriculares y la medición de resultados para generar una mejora de los resultados de los aprendizajes. “La experiencia —explicaba— ha mostrado que estos instrumentos no produjeron los impactos esperados en los procesos de enseñanza-aprendizaje y hoy estamos ante la necesidad de revisar con más profundidad el papel de las variables propiamente pedagógicas del cambio educativo”. 

 

Así, una mirada crítica hacia la capacidad de las reformas estructurales y organizativas, al mismo tiempo que la revalorización del conocimiento pedagógico y didáctico para generar condiciones que garanticen la apropiación de saberes y capacidades por parte de los estudiantes, centraron la atención sobre las actividades que docentes y alumnos realizan en clases.  

Y aquí es donde entra en escena el tema que nos convoca: la evaluación de los aprendizajes. Una tarea que como bien señalan Pedro Ravela, Beatriz Picaroni y Graciela Loureiro, si pudieran elegir, muchos docentes preferirían no desarrollar, por considerarla aburrida —los trabajos se parecen entre sí—, agotadora —se corrigen fuera del horario laboral—, frustrante —los resultados muchas veces no son los queridos— y generadora de dudas (cuando se debe resolver si los estudiantes aprueban, o no, la materia o el año). 

 

Eso es así, en la medida que queda emparentada y reducida a las pruebas y sus correspondientes notas, aplicadas al terminar una unidad, curso o trimestre, para comprobar si los estudiantes lograron los aprendizajes esperados. “Una de las representaciones más comunes sobre la evaluación es que se trata de un proceso que solo le toca al que va a ser evaluado, que se realiza al final, hacia el exterior, con el propósito de controlar: mira si el alumno estudió o no, en vez de si comprendió, o si sabe qué y para qué está aprendiendo”, afirma críticamente Patricia Mercado, titular de la catedra de Teorías del Aprendizaje de la Escuela de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Córdoba. 

 

Al combo de calificaciones y exámenes, que conforma el esqueleto de los sistemas educativos, el investigador y especialista en temáticas educativas, Axel Rivas lo define como “un elefante invisible”. Con esa caracterización hace referencia tanto a su relevancia como a la poca atención que recibe: “Es un tema escasamente investigado en relación con su peso en la vida de los sistemas y, sobre todo, de los alumnos”.  

 

Ordenados y clasificados

Precisamente, el peso que tienen las valoraciones que realizan los docentes sobre los estudiantes, traducidas en una nota, es tal que condiciona las trayectorias escolares futuras de las niñas, niños y jóvenes. Patricia Mercado ilustra con la charla Tedx “No soy un siete”, de una joven de 18 años, llamada Sofía Camussi, la manera en que las calificaciones afectan a los estudiantes. 

 

En la conferencia, la joven disertante refiere la paradoja de ser “la chica-ciencia” para sus compañeros de secundaria, por usar los conocimientos de geometría para calcular el ancho de un arroyo en un campamento, y a su vez “ser un 7” para su profesora. 

 

Camussi —relata— se rehusó a creer que no era lo suficientemente buena en la materia y siguió adelante con su vocación; pero no le pasó lo mismo a su amiga, que quería ser dibujante y terminó estudiando traductorado de inglés, porque Diseño de Animación 3D tenía mucha matemática y siempre la desaprobaba. “Esto es así —se escucha en la charla Tedx— porque la escuela es la única referencia oficial que tenemos sobre nuestro rendimiento intelectual y académico. Y este es el resultado que puede tener una simple calificación en el contexto educativo: no dedicarte a lo que te apasiona. Porque no solo te sacás un 3 o un 4, sino que sos un 3 o un 4. Las calificaciones nos terminan clasificando del 1 al 10”.  De manera coincidente, varios autores plantean que su uso excesivo —que se incrementa en el paso del primario al secundario— etiqueta a los alumnos y genera identidades estudiantiles negativas para aquellos con malas notas; impidiéndoles diferenciar una atribución específica (“No soy bueno con el análisis sintáctico”) de una atribución global (“No soy bueno en Lengua” o directamente “No soy bueno para la escuela”). 

 

La representación de la evaluación asociada a los exámenes y al propósito calificar y certificar conocimiento —Michael Scriven, entre otros académicos, llaman a esta función sumativa— es tan fuerte que, como contracara, existe la idea que, si “no califico, no evalúo”. Justamente ese trabajo de deconstrucción es el que sostuvo la cartera educativa cordobesa, cuando con la formulación de los diseños curriculares del nivel inicial y la ampliación del Programa Provincial de Jornada Extendida a la casi la totalidad de las escuelas estatales, se modificaron los Informes de Progreso Escolar (IPE) para dar cuenta de qué es lo que los niños aprendían en los distintos campos de formación, aunque no tuvieran una nota. 

 

“El jardín no tenía cultura evaluativa, como no acredita…”, comienza diciendo Edith Flores, directora general de Educación Inicial. “El cambio de paradigma —indica en referencia a la priorización de la función educativa, por sobre la socializadora— implicó dejar de escribir en el informe que era un niño dulce, tierno, agradable (que la familia ya lo sabe) y empezar a referirse a las capacidades y aprendizajes en los distintos campos de conocimiento. Si hablamos de ciudadanía, dar cuenta de cómo la ejerce en relación a los otros, si respeta las normas”. 

Y es allí donde quedaron en evidencia la disparidad de los criterios y los valores que se ponen en juego a la hora de evaluar y su vinculación con la propuesta de enseñanza. 

 

Subjetividad sí, explicitación también

“Le debemos a la jornada extendida el debate que nos dimos entre 2016 y 2017, sobre el modo en que hablamos de los logros de aprendizaje”, refiere Stella Maris Adrover, directora general de Enseñanza Primaria, para dar cuenta de cómo abordaron las diferencias encontradas entre los espacios curriculares de Lengua, Matemática, Ciencias, Educación Física, entre otros, y los cinco campos formativos —espejos de la jornada central— que se dictan en las dos horas más de clases diarias. “La maestra de Lengua decía: ‘Este alumno no lee, no tiene interés por la lectura’, y resulta que la docente del taller de Literatura y TIC de jornada extendida planteaba que ese mismo chico había sacado tantos libros de la biblioteca, se había interesado por tal temática”. 

 

Justamente esas discrepancias son las sirvieron para analizar las propuestas educativas tanto en el nivel inicial como en el primario. “Cuando yo veo un desempeño disímil, la pregunta no solo está sobre el sujeto, si no que va al campo de la enseñanza ¿Por qué en el taller de ciencias se manifiesta curioso, anticipa, hipotetiza, registra y en clases es pasivo, no da cuenta de conceptos? Si es la misma persona, la pregunta hay que llevarla a qué es lo que le propongo”, señala Adrover. 

 

“A veces los chicos no aprenden porque los docentes no modificamos las prácticas”, anticipa Flores y completa: “Si hay algo seguro es que no todos aprendemos igual, ni en el mismo momento”.  Y ejemplifica: “Pasa con los dados en la matemática: puede haber un alumno que mira la constelación y te dice que salió un tres y otro que, si no realiza el conteo, no lo sabe ¿Quiere decir que no logró? No. Significa que requiere de otros pasos para expresar que sabe que hay un tres. Para eso es importante hacer el seguimiento; cuando un chico no aprende, hay que ­preguntarse qué hiciste para que pudiera, qué estrategias pusiste en juego”.  “No se trata de echarse culpas, sino de encontrar las razones que tienen que ver con los recursos, los materiales, los modos y las estrategias de enseñanza”, matiza Adrover. 

 

Es evidente que, con la misma información, personas distintas pueden llegar a conclusiones diferentes. “Si a mí me interesa que el niño sea ordenado y a vos que construya, no vamos a discutir de lo mismo. Para mí va a estar muy bueno que copie y no se mueva del banco y vos necesitás un niño activo”, ejemplifica Stella Maris Adrover. 

 

En realidad, tal como señalan distintos autores vinculados a la temática, el problema no pasa por la subjetividad esto es, cuáles son los aspectos que se valoran por encima de otros —ya se ha dicho que con una misma información los resultados pueden ser distintos—; sino en la falta de explicitación, de comunicación y en algunos casos en que es necesario, de acuerdo, acerca de cuáles son las dimensiones que vamos a considerar o los criterios que vamos a tener en cuenta. Y está claro que, tal como ya ha quedado saldado con la discusión y el trabajo realizado con los acuerdos escolares de convivencia, los aprendizajes ligados a los actitudinal no deben formar parte de la evaluación académica.

 

Desde 2017, la Dirección General de Educación Primaria viene participando junto a 40 escuelas de un grupo de discusión sobre los distintos aspectos de la evaluación y generando orientaciones acerca de cómo relatar los aprendizajes de los estudiantes en el IPE, tratando de hacer foco en la idea de que “el estudiante es una persona entera” y que los criterios de evaluación deben estar basados en las capacidades que se quieren desarrollar. De la misma, manera, la Dirección General de Educación Inicial, empezó a abordar durante 2019, en 14 jardines de infantes que a modo de experiencia piloto cuentan con una extensión de jornada —con docentes de las materias especiales— la integralidad de la evaluación y la necesidad de que las propuestas de enseñanza den cuenta de esta mirada global. Es la misma ­discusión que se está produciendo en el nivel secundario en aquellas escuelas, tanto orientadas como técnicas, que están bajo el programa de Nuevo Régimen Académico (Resolución 188/18) que, entre otras cuestiones ­—vinculadas al seguimiento del ausentismo de los estudiantes, la enseñanza a partir de proyectos basados en problemas con un abordaje interdisciplinar—, plantea instancias de evaluación integral y que la decisión de que un joven promocione o no deje de ser el resultado de un promedio aritmético y se ­centre en los procesos de aprendizaje. La repitencia, así, es considerada un recurso límite analizado de manera institucional. 

 

“Con tantos profesionales mirando el aprendizaje del alumno, mirá si no hay posibilidades de describirlo y comprenderlo más profundamente y salirnos de estas explicaciones psicologizantes, naturalizadoras o moralizantes de ‘no hace’ o ‘no puede’, porque tiene tal o cual problema personal, social o porque no se ocupa”, señala Adrover sobre el nivel primario, reflexión que bien vale para toda la educación general obligatoria. 

De lo que se trata, en definitiva, es que la evaluación no solo tenga una función sumativa, que mire el final del aprendizaje, para la certificación y calificación; sino una formativa: que atienda el proceso, permita analizar la enseñanza y modificarla si es necesario, para mejorar los logros académicos de los estudiantes. Esto es, que ambos propósitos puedan considerarse complementarios y no antagónicos.  

 

Criterios y referentes

Así, la evaluación debe tener valor pedagógico —ocurre con mayor frecuencia en la primaria y de manera subsidiaria en la secundaria— y siempre tender hacia la autoevaluación; eso significa, en palabras de Patricia Mercado, que debe servir “para saber cómo aprenden los sujetos y cómo enseñamos y para que ellos se conozcan como aprendices, para que puedan reconocer su propio proceso: qué, cómo y para qué aprenden”. Ahora, no siempre esto así. De allí que sea necesario problematizar ciertas prácticas evaluativas, analizar su valor y relación con el tipo de aprendizaje que promueven y volver sobre el sentido de las calificaciones. 

 

El especialista uruguayo Pedro Ravela —en sus conferencias y cursos de capacitación— usa como analogía de las funciones sumativa y formativa de la evaluación, las figuras de jurado y de entrenador para un gimnasta. E invita a los docentes a actuar más como entrenadores —como aquellos que explican cómo debe estirar el pie, colocar la espalda, realizar el pique, entre otras observaciones que permitirán al deportista mejorar su performance— que, como jurados, poniendo notas que no aportan pistas sobre lo que se espera.  

 

El carácter formativo de la evaluación no es algo intrínseco a la propuesta, sino vinculado a lo que se hace con la información obtenida; esto es, si se vuelve sobre los errores y se revisan las decisiones. Es justamente esa mirada la que ha priorizado Córdoba a través de distintos dispositivos, como la autoevaluación institucional de las escuelas primero y las pruebas provinciales de logros de aprendizajes, después (que se aplicaron de manera piloto 2013 y cuya muestra se fue ampliando en 2015 y 2017), llevadas adelante por la Dirección General de Planeamiento, Información y Evaluativa, que desde diciembre es la Subsecretaría de Planeamiento, Evaluación y Modernización. “El ministerio viene trabajando hace varios años en instalar la cultura de la evaluación, la prueba de 2013 nos sirvió a nivel sistémico para ver que los chicos estaban muy flojos en Geometría. Yendo hacia atrás, pudimos averiguar que se dejaba para el final de la planificación porque los docentes no se sentían lo suficientemente fortalecidos para enseñar y abordar esos contenidos. Y eso era porque no los habían tenido en su formación”, relata Nicolás De Mori, subsecretario del área. La intervención, con políticas de capacitación y formación, permitió que “se empezaran a ver cambios”. A su vez, los informes a las escuelas participantes —con los niveles de desempeño de los estudiantes, en función de los contenidos y capacidades que se esperaba que estuvieran desarrollados— fueron “muy bien recibidos”, en la medida que estas pudieron saber dónde ajustar la enseñanza. 

 

“A partir de este trabajo incremental —que incluyó la participación en las pruebas Pisa y las Erce—, la incorporación de las Aprender fue más fácil que en otras provincias, porque estaba claro para qué era: aportar evidencia para la toma de decisiones vinculadas a la política educativa, pero también para que la escuela llevara adelante su proyecto de mejora institucional”, explica sobre las evaluaciones nacionales de carácter censal a alumnos primarios o secundarios en distintas áreas de conocimiento (Lengua, Matemática, Ciencias Naturales y Sociales). “Hemos logrado que se valore la potencia de la evaluación, sacarla del lugar del control e incluso de lo punitivo, para ser insumo para la mejora”, indica, cuestión que se ve reflejada en resultados superiores de una prueba a otra. 

 

Sin lugar a dudas, las rúbricas —ampliamente utilizadas en los operativos nacionales— donde se especifican los criterios y dimensiones que constituyen la referencia para comparar los resultados, mejoran el papel formativo de la evaluación sumativa; de la misma manera que también contribuye a ello el tipo de devolución que se realiza, en la medida que los estudiantes tienen la oportunidad de comprender qué es buen desempeño. 

 

En una investigación realizada por Deborah ­Butler —citada en el libro ¿Cómo mejorar la evaluación en el aula?, de Pedro Ravela, Beatriz Picaroni y Graciela Loureiro—, se dividió un grupo de alumnos en cuatro, a quienes se les dio las mismas tareas.  Al cabo de dos días, a unos se los calificó, a otros se les entregó comentarios orientadores, a los terceros les escribieron estímulos y felicitaciones y a los del cuarto equipo no se les dijo nada. Una semana después hicieron tareas similares: los únicos que mejoraron fueron los que recibieron comentarios. 

“La forma de corrección, verificadora o formativa, transmite un mensaje explícito sobre el rol del profesor y del estudiante”, plantea Santiago Lucero, ex director general de Educación Superior, y explica: “Si se cierra la posibilidad de diálogo e interacción, a través de la devolución concretada con un número, el estudiante no puede realizar una auto-evaluación, instancia clave para tener un rol activo en su propio proceso de aprendizaje y reflexionar sobre él”.

 

De qué conocimientos hablamos

En sendos estudios realizados por Ravela, Picaroni, Loudeiro, en 2008 y 2012 (reflejados en el libro de su autoría), para conocer y analizar las prácticas de evaluación de aprendizajes en las aulas —el primero, en nueve capitales latinoamericanas (incluida Argentina) con grupos y maestros de 6° grado, sobre las prácticas en Lengua y Matemática y el segundo, en cuatro países, en 3° año de secundaria en las materias de Biología, Química y Física— se advierte que los docentes señalan desaciertos, pero muy pocos explican la distancia entre lo que los estudiantes hicieron y lo que se esperaba de ellos. “En varios miles de tareas revisadas en este estudio, prácticamente no se encontraron devoluciones descriptivas o reflexivas de los trabajos escritos por los estudiantes, sino casi exclusivamente marcas de acierto o error, calificaciones, puntajes, felicitaciones o indicaciones de que algo es correcto o incorrecto”, se puede leer en el libro. 

El problema de esto, además, es que la calificación no suele tener un referente conceptual que indique el nivel de desarrollo de las capacidades y aprendizajes que se esperan: no suele estar explícito el significado de cada nota. De hecho, cada maestro y profesor suele tener criterios diferentes acerca de cómo se debe conformar y estos se suelen mezclar entre sí. Para algunos, la calificación está basada en los avances del estudiante en función de su propio punto de partida (enfoque de progreso); para otros, en función de los logros esperados (enfoque criterial), cuestión que no siempre se explicita y transparenta; y para otros, se realiza en comparación con los demás del grupo (enfoque normativo, llamado así por la curva estadística normal que indica que la mayoría está en el promedio y unos pocos tienen mejores o peores resultados). 

 

En el afán de ser justos y premiar el mejor trabajo o examen o a quien se esfuerza más (lo que suele confundirse con el progreso), los educadores generan escalas de calificaciones muy amplias y opacas. “Nos cuesta mucho trabajar con cuatro o cinco categorías básicas, por este énfasis de comparación entre estudiantes”, plantean los autores Ravela, Picaroni y Loudeiro, para quienes esta mirada es una rémora de las pruebas vinculadas a la selección. Los especialistas sostienen que el enfoque de progreso “es especialmente importante en la educación básica”, donde —señalan—se deberían flexibilizar los tiempos para alcanzar los niveles de ­desempeño esperados, de manera de evitar la ­repetición de cursos, aunque el enfoque criterial también lo es: el progreso solo puede apreciarse si existe una descripción clara de los aprendizajes a lograr.

 

Otro de los aspectos relevados en los trabajos de investigación de Ravela, Picaroni y Loudeiro fueron las actividades y consignas de evaluación, en la medida que estas indican qué tipo de aprendizaje está siendo priorizado: superficial (con un bajo requerimiento cognitivo: memorizar sin comprender) o profundo (procesos cognitivos complejos, que buscan la relación de temas nuevos con conocimientos previos). En las tareas propuestas a los alumnos, el 70% de las consignas relevadas no contaban con información (al estilo: ¿Quién es el autor del Martín Fierro?): “Predominan las actividades breves, que casi no requieren del estudiante analizar información, sino más bien recordarla y reproducirla. Predominan también las actividades en que el estudiante debe utilizar una fórmula o un algoritmo matemático para resolver ejercicios que tienen una única respuesta correcta y que suelen presentarse como series de ejercicios similares. Son escasas las actividades que requieren del estudiante demostrar una verdadera comprensión del contenido con el que trabaja y, menos frecuentes aún, las que implican valorar situaciones, diseñar o crear nuevos dispositivos o resolver situaciones nuevas propias de la vida real o de producción de conocimiento o disciplina”. 

 

“Una educación bulímica”, definiría la doctora en Educación Artística, María Acaso, una española fundadora del colectivo Pedagogías Invisibles, a lo que ocurre en muchas aulas: un alumno que se atiborra de datos y contenidos, que luego vomita en un examen y una vez que sale de él, los olvida. Sofía Camussi en el final de su charla TedX ilustraba cómo en la escuela la importancia dada a las notas, hace perder el sentido de lo que se aprende: “Te enfocás en simplemente aprobar. Los alumnos aprendemos a ser alumnos y a hacer únicamente lo que se nos pide. Aprender de verdad, ¿dónde queda eso?”. En definitiva, la educación queda reducida a adquirir el oficio de alumno para transitar la escolaridad sin escollos. 

 

Con una evaluación que se enfoca en actividades memorísticas, descontextualizadas, que no requieren creatividad ni variedad de estrategias, serán pocas las posibilidades de que los estudiantes sean reflexivos y críticos, y mucho menos de que se muestren interesados por lo que ocurre en el aula e involucrados en sus procesos de aprendizaje. “Pensemos que el fracaso en responder este tipo de tareas es lo que determina que una parte importante de los estudiantes reprueben sus cursos y no complementen la educación obligatoria que, por otra parte, hemos definido como un derecho”, lanzan los autores. 

 

Propuestas auténticas y realistas

Ravela, Picaroni y Loudeiron hacen una apología de la evaluación auténtica. Grant Wiggins, quien acuñó el término para dar cuenta de aquellas actividades en las que se pide a los alumnos que realicen tareas que fomenten sus aprendizajes y tengan valor intrínseco para ellos, en lugar de ser meras intermediarias para evaluar los logros educativos, utiliza al fútbol para explicar su sentido. 

 

En esa analogía, plantea, a nadie se le ocurriría enseñar un deporte explicando sus reglas, las historias de los campeonatos, equipos y futbolistas; escribiendo monografías; practicando pases, a correr con la pelota, patear penales; realizando una evaluación teórica y práctica cada dos meses, sin que los chicos hayan jugado a la pelota. “Cuando los estudiantes preguntan para qué sirve lo que estamos enseñando, les respondemos que cuando sean grandes y puedan jugar un partido entenderán”, provoca Wiggins y agrega: “¿Enseñaríamos a jugar al fútbol de esa manera?”. Sin embargo, es lo que ocurre en la escuela: “Enseñamos discursivamente los fundamentos y la historia de cada disciplina, hablamos de los contenidos, hacemos una práctica de laboratorio. Nunca los hacemos jugar”. 

 

Las evaluaciones auténticas (también llamadas realistas) reproducen contextos reales, ya sea de la vida cotidiana, situaciones sociales (problemas de envergadura como cuestiones ambientales o económicas) o disciplinares (problemas y prácticas en la producción y uso del conocimiento de la disciplina), para que los estudiantes apliquen lo aprendido. No se trata de situaciones escolares, creadas por el docente, imposibles de presentarse en la vida real (María invitó a 96 personas a su fiesta, solo asistieron las tres quintas partes, ¿cuántas invitados asistieron?), sino aquellas en la que los conceptos y leyes implicados son relevantes para resolver lo propuesto. Y aquí hay otra cuestión que es necesario aclarar: se trata de resolver problemas y no de hacer ejercicios. Mientras en uno hay una reiteración de conceptos o procedimientos en situaciones ya conocidas; en el otro, se abordan situaciones nuevas que pueden tener varias alternativas y estrategias de resolución, que requieren conocimientos de varios campos. De allí que las evaluaciones auténticas tengan cierto grado de complejidad y sean desafiantes. Como las tareas que se desarrollan (un producto, una comunicación) van dirigidas a una audiencia real, el estudiante tiene que desempeñar un determinado rol, en colaboración con sus compañeros, y su actuación incluye restricciones e incertidumbres.

 

Además de implementar evaluaciones auténticas, Ravela, Picaroni y Loudeiro realizan otras propuestas para mejorar esta práctica en el aula. En este sentido, plantean que hay que dar notas con menos frecuencia, lo que no implica no brindar información a las familias, que reclaman conocer los desempeños de sus hijos. De igual manera, abogan por separar las instancias de certificación con las evaluaciones formativas (aunque deben estar alineadas, de manera que los estudiantes sepan qué desempeño hubieran tenido en caso de haber llevado nota), para que los estudiantes tengan la libertad de equivocarse, sabiendo que no habrá ninguna contabilidad oculta. Asimismo, insisten en que se informen y clarifiquen los desempeños que serán tenidos en cuenta para calificar, dando significado a los tramos por escalas (construir una rúbrica con las dimensiones evaluadas y los logros que les corresponden a cada una de ellas), de manera que los estudiantes sepan qué es necesario hacer para acceder a los distintos niveles de calificación. Y fundamentalmente, sostienen los autores, ofrecer segundas oportunidades para los trabajos y pruebas vinculados a la certificación. 

 

Ampliar los períodos de recuperación no se trata de empujar a los docentes a aprobar a cualquier costo, como bien señala Axel Rivas. En este sentido —indica—, los que confundieron las nuevas oportunidades con facilismo “eran los que tenían menos vocación de revisar las pedagogías o educar en la diversidad”. “La propuesta era exactamente lo contrario: un trabajo arduo por enseñar más, revisar las pedagogías, personalizar la enseñanza y generar interés en los alumnos por su propia escolarización”. Ese es el desafío. En eso estamos.

 

 

 

 


Fuente

https://revistasaberes.com.ar/2020/06/a-examen/


No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

Busca en mis blogs