Los nuevos planes de estudio, así como los cambios en los formatos institucionales y en los regímenes académicos ponen en tensión las formas de evaluar, una de las prácticas docentes más difíciles de modificar. Una necesaria reflexión sobre sus finalidades, criterios e instrumentos, para lograr que los estudiantes aprendan y no solo aprueben.
“Partiendo
de la constatación de que el acceso a la escuela no es condición suficiente
para acceder al conocimiento, se consolida en las últimas décadas el debate sobre
las prácticas educativas”, afirmaba en uno de sus escritos Néstor López,
sociólogo argentino, investigador del Instituto Internacional de Planeamiento
Educativo (IIPE Unesco) y coordinador del SITEAL (Sistema de Información de
Tendencias Educativas en América Latina), para dar cuenta del viraje de los
estudios y de la política pública hacia lo que ocurre dentro del aula.
En
este mismo sentido, el ya fallecido Juan Carlos Tedesco, quien fuera director
de IIPE Unesco y titular de la cartera educativa nacional, señalaba que ese
movimiento fue posterior a las reformas de los años noventa que apostaron al
financiamiento de la demanda, los cambios en los contenidos curriculares y la
medición de resultados para generar una mejora de los resultados de los aprendizajes.
“La experiencia —explicaba— ha mostrado que estos instrumentos no produjeron
los impactos esperados en los procesos de enseñanza-aprendizaje y hoy estamos
ante la necesidad de revisar con más profundidad el papel de las variables
propiamente pedagógicas del cambio educativo”.
Así,
una mirada crítica hacia la capacidad de las reformas estructurales y
organizativas, al mismo tiempo que la revalorización del conocimiento
pedagógico y didáctico para generar condiciones que garanticen la apropiación
de saberes y capacidades por parte de los estudiantes, centraron la atención
sobre las actividades que docentes y alumnos realizan en clases.
Y
aquí es donde entra en escena el tema que nos convoca: la evaluación de los
aprendizajes. Una tarea que como bien señalan Pedro Ravela, Beatriz Picaroni y
Graciela Loureiro, si pudieran elegir, muchos docentes preferirían no
desarrollar, por considerarla aburrida —los trabajos se parecen entre sí—,
agotadora —se corrigen fuera del horario laboral—, frustrante —los resultados
muchas veces no son los queridos— y generadora de dudas (cuando se debe
resolver si los estudiantes aprueban, o no, la materia o el año).
Eso
es así, en la medida que queda emparentada y reducida a las pruebas y sus
correspondientes notas, aplicadas al terminar una unidad, curso o trimestre,
para comprobar si los estudiantes lograron los aprendizajes esperados. “Una de
las representaciones más comunes sobre la evaluación es que se trata de un
proceso que solo le toca al que va a ser evaluado, que se realiza al final,
hacia el exterior, con el propósito de controlar: mira si el alumno estudió o
no, en vez de si comprendió, o si sabe qué y para qué está aprendiendo”, afirma
críticamente Patricia Mercado, titular de la catedra de Teorías del Aprendizaje
de la Escuela de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de
Córdoba.
Al
combo de calificaciones y exámenes, que conforma el esqueleto de los sistemas
educativos, el investigador y especialista en temáticas educativas, Axel Rivas
lo define como “un elefante invisible”. Con esa caracterización hace referencia
tanto a su relevancia como a la poca atención que recibe: “Es un tema
escasamente investigado en relación con su peso en la vida de los sistemas y,
sobre todo, de los alumnos”.
Ordenados y clasificados
Precisamente,
el peso que tienen las valoraciones que realizan los docentes sobre los
estudiantes, traducidas en una nota, es tal que condiciona las trayectorias
escolares futuras de las niñas, niños y jóvenes. Patricia Mercado ilustra con
la charla Tedx “No soy un siete”, de una joven de 18 años, llamada Sofía
Camussi, la manera en que las calificaciones afectan a los estudiantes.
En
la conferencia, la joven disertante refiere la paradoja de ser “la
chica-ciencia” para sus compañeros de secundaria, por usar los conocimientos de
geometría para calcular el ancho de un arroyo en un campamento, y a su vez “ser
un 7” para su profesora.
Camussi
—relata— se rehusó a creer que no era lo suficientemente buena en la materia y
siguió adelante con su vocación; pero no le pasó lo mismo a su amiga, que
quería ser dibujante y terminó estudiando traductorado de inglés, porque Diseño
de Animación 3D tenía mucha matemática y siempre la desaprobaba. “Esto es así
—se escucha en la charla Tedx— porque la escuela es la única referencia oficial
que tenemos sobre nuestro rendimiento intelectual y académico. Y este es el
resultado que puede tener una simple calificación en el contexto educativo: no
dedicarte a lo que te apasiona. Porque no solo te sacás un 3 o un 4, sino que
sos un 3 o un 4. Las calificaciones nos terminan clasificando del 1 al
10”. De manera coincidente, varios autores plantean que su uso excesivo
—que se incrementa en el paso del primario al secundario— etiqueta a los
alumnos y genera identidades estudiantiles negativas para aquellos con malas
notas; impidiéndoles diferenciar una atribución específica (“No soy bueno con
el análisis sintáctico”) de una atribución global (“No soy bueno en Lengua” o
directamente “No soy bueno para la escuela”).
La
representación de la evaluación asociada a los exámenes y al propósito
calificar y certificar conocimiento —Michael Scriven, entre otros académicos,
llaman a esta función sumativa— es tan fuerte que, como contracara, existe la
idea que, si “no califico, no evalúo”. Justamente ese trabajo de deconstrucción
es el que sostuvo la cartera educativa cordobesa, cuando con la formulación de
los diseños curriculares del nivel inicial y la ampliación del Programa
Provincial de Jornada Extendida a la casi la totalidad de las escuelas
estatales, se modificaron los Informes de Progreso Escolar (IPE) para dar
cuenta de qué es lo que los niños aprendían en los distintos campos de
formación, aunque no tuvieran una nota.
“El
jardín no tenía cultura evaluativa, como no acredita…”, comienza diciendo Edith
Flores, directora general de Educación Inicial. “El cambio de paradigma —indica
en referencia a la priorización de la función educativa, por sobre la
socializadora— implicó dejar de escribir en el informe que era un niño dulce,
tierno, agradable (que la familia ya lo sabe) y empezar a referirse a las
capacidades y aprendizajes en los distintos campos de conocimiento. Si hablamos
de ciudadanía, dar cuenta de cómo la ejerce en relación a los otros, si respeta
las normas”.
Y
es allí donde quedaron en evidencia la disparidad de los criterios y los
valores que se ponen en juego a la hora de evaluar y su vinculación con la
propuesta de enseñanza.
Subjetividad sí, explicitación también
“Le
debemos a la jornada extendida el debate que nos dimos entre 2016 y 2017, sobre
el modo en que hablamos de los logros de aprendizaje”, refiere Stella Maris
Adrover, directora general de Enseñanza Primaria, para dar cuenta de cómo
abordaron las diferencias encontradas entre los espacios curriculares de
Lengua, Matemática, Ciencias, Educación Física, entre otros, y los cinco campos
formativos —espejos de la jornada central— que se dictan en las dos horas más
de clases diarias. “La maestra de Lengua decía: ‘Este alumno no lee, no tiene
interés por la lectura’, y resulta que la docente del taller de Literatura y
TIC de jornada extendida planteaba que ese mismo chico había sacado tantos
libros de la biblioteca, se había interesado por tal temática”.
Justamente
esas discrepancias son las sirvieron para analizar las propuestas educativas
tanto en el nivel inicial como en el primario. “Cuando yo veo un desempeño
disímil, la pregunta no solo está sobre el sujeto, si no que va al campo de la
enseñanza ¿Por qué en el taller de ciencias se manifiesta curioso, anticipa,
hipotetiza, registra y en clases es pasivo, no da cuenta de conceptos? Si es la
misma persona, la pregunta hay que llevarla a qué es lo que le propongo”,
señala Adrover.
“A
veces los chicos no aprenden porque los docentes no modificamos las prácticas”,
anticipa Flores y completa: “Si hay algo seguro es que no todos aprendemos
igual, ni en el mismo momento”. Y ejemplifica: “Pasa con los dados en la
matemática: puede haber un alumno que mira la constelación y te dice que salió
un tres y otro que, si no realiza el conteo, no lo sabe ¿Quiere decir que no
logró? No. Significa que requiere de otros pasos para expresar que sabe que hay
un tres. Para eso es importante hacer el seguimiento; cuando un chico no
aprende, hay que preguntarse qué hiciste para que pudiera, qué estrategias
pusiste en juego”. “No se trata de echarse culpas, sino de encontrar las
razones que tienen que ver con los recursos, los materiales, los modos y las
estrategias de enseñanza”, matiza Adrover.
Es
evidente que, con la misma información, personas distintas pueden llegar a
conclusiones diferentes. “Si a mí me interesa que el niño sea ordenado y a vos
que construya, no vamos a discutir de lo mismo. Para mí va a estar muy bueno
que copie y no se mueva del banco y vos necesitás un niño activo”, ejemplifica
Stella Maris Adrover.
En
realidad, tal como señalan distintos autores vinculados a la temática, el
problema no pasa por la subjetividad esto es, cuáles son los aspectos que se
valoran por encima de otros —ya se ha dicho que con una misma información los
resultados pueden ser distintos—; sino en la falta de explicitación, de
comunicación y en algunos casos en que es necesario, de acuerdo, acerca de
cuáles son las dimensiones que vamos a considerar o los criterios que vamos a
tener en cuenta. Y está claro que, tal como ya ha quedado saldado con la
discusión y el trabajo realizado con los acuerdos escolares de convivencia, los
aprendizajes ligados a los actitudinal no deben formar parte de la evaluación
académica.
Desde
2017, la Dirección General de Educación Primaria viene participando junto a 40
escuelas de un grupo de discusión sobre los distintos aspectos de la evaluación
y generando orientaciones acerca de cómo relatar los aprendizajes de los
estudiantes en el IPE, tratando de hacer foco en la idea de que “el estudiante
es una persona entera” y que los criterios de evaluación deben estar basados en
las capacidades que se quieren desarrollar. De la misma, manera, la Dirección
General de Educación Inicial, empezó a abordar durante 2019, en 14 jardines de
infantes que a modo de experiencia piloto cuentan con una extensión de jornada
—con docentes de las materias especiales— la integralidad de la evaluación y la
necesidad de que las propuestas de enseñanza den cuenta de esta mirada global.
Es la misma discusión que se está produciendo en el nivel secundario en
aquellas escuelas, tanto orientadas como técnicas, que están bajo el programa
de Nuevo Régimen Académico (Resolución 188/18) que, entre otras cuestiones —vinculadas
al seguimiento del ausentismo de los estudiantes, la enseñanza a partir de
proyectos basados en problemas con un abordaje interdisciplinar—, plantea
instancias de evaluación integral y que la decisión de que un joven promocione
o no deje de ser el resultado de un promedio aritmético y se centre en los
procesos de aprendizaje. La repitencia, así, es considerada un recurso límite
analizado de manera institucional.
“Con
tantos profesionales mirando el aprendizaje del alumno, mirá si no hay
posibilidades de describirlo y comprenderlo más profundamente y salirnos de
estas explicaciones psicologizantes, naturalizadoras o moralizantes de ‘no
hace’ o ‘no puede’, porque tiene tal o cual problema personal, social o porque
no se ocupa”, señala Adrover sobre el nivel primario, reflexión que bien vale
para toda la educación general obligatoria.
De
lo que se trata, en definitiva, es que la evaluación no solo tenga una función
sumativa, que mire el final del aprendizaje, para la certificación y
calificación; sino una formativa: que atienda el proceso, permita analizar la
enseñanza y modificarla si es necesario, para mejorar los logros académicos de
los estudiantes. Esto es, que ambos propósitos puedan considerarse
complementarios y no antagónicos.
Criterios y referentes
Así,
la evaluación debe tener valor pedagógico —ocurre con mayor frecuencia en la
primaria y de manera subsidiaria en la secundaria— y siempre tender hacia la
autoevaluación; eso significa, en palabras de Patricia Mercado, que debe servir
“para saber cómo aprenden los sujetos y cómo enseñamos y para que ellos se
conozcan como aprendices, para que puedan reconocer su propio proceso: qué,
cómo y para qué aprenden”. Ahora, no siempre esto así. De allí que sea
necesario problematizar ciertas prácticas evaluativas, analizar su valor y
relación con el tipo de aprendizaje que promueven y volver sobre el sentido de
las calificaciones.
El
especialista uruguayo Pedro Ravela —en sus conferencias y cursos de capacitación—
usa como analogía de las funciones sumativa y formativa de la evaluación, las
figuras de jurado y de entrenador para un gimnasta. E invita a los docentes a
actuar más como entrenadores —como aquellos que explican cómo debe estirar el
pie, colocar la espalda, realizar el pique, entre otras observaciones que
permitirán al deportista mejorar su performance— que, como jurados, poniendo
notas que no aportan pistas sobre lo que se espera.
El
carácter formativo de la evaluación no es algo intrínseco a la propuesta, sino
vinculado a lo que se hace con la información obtenida; esto es, si se vuelve
sobre los errores y se revisan las decisiones. Es justamente esa mirada la que
ha priorizado Córdoba a través de distintos dispositivos, como la
autoevaluación institucional de las escuelas primero y las pruebas provinciales
de logros de aprendizajes, después (que se aplicaron de manera piloto 2013 y
cuya muestra se fue ampliando en 2015 y 2017), llevadas adelante por la
Dirección General de Planeamiento, Información y Evaluativa, que desde
diciembre es la Subsecretaría de Planeamiento, Evaluación y Modernización. “El
ministerio viene trabajando hace varios años en instalar la cultura de la
evaluación, la prueba de 2013 nos sirvió a nivel sistémico para ver que los
chicos estaban muy flojos en Geometría. Yendo hacia atrás, pudimos averiguar
que se dejaba para el final de la planificación porque los docentes no se
sentían lo suficientemente fortalecidos para enseñar y abordar esos contenidos.
Y eso era porque no los habían tenido en su formación”, relata Nicolás De Mori,
subsecretario del área. La intervención, con políticas de capacitación y
formación, permitió que “se empezaran a ver cambios”. A su vez, los informes a
las escuelas participantes —con los niveles de desempeño de los estudiantes, en
función de los contenidos y capacidades que se esperaba que estuvieran
desarrollados— fueron “muy bien recibidos”, en la medida que estas pudieron
saber dónde ajustar la enseñanza.
“A
partir de este trabajo incremental —que incluyó la participación en las pruebas
Pisa y las Erce—, la incorporación de las Aprender fue más fácil que en otras
provincias, porque estaba claro para qué era: aportar evidencia para la toma de
decisiones vinculadas a la política educativa, pero también para que la escuela
llevara adelante su proyecto de mejora institucional”, explica sobre las
evaluaciones nacionales de carácter censal a alumnos primarios o secundarios en
distintas áreas de conocimiento (Lengua, Matemática, Ciencias Naturales y Sociales).
“Hemos logrado que se valore la potencia de la evaluación, sacarla del lugar
del control e incluso de lo punitivo, para ser insumo para la mejora”, indica,
cuestión que se ve reflejada en resultados superiores de una prueba a
otra.
Sin
lugar a dudas, las rúbricas —ampliamente utilizadas en los operativos
nacionales— donde se especifican los criterios y dimensiones que constituyen la
referencia para comparar los resultados, mejoran el papel formativo de la
evaluación sumativa; de la misma manera que también contribuye a ello el tipo
de devolución que se realiza, en la medida que los estudiantes tienen la
oportunidad de comprender qué es buen desempeño.
En
una investigación realizada por Deborah Butler —citada en el libro ¿Cómo
mejorar la evaluación en el aula?, de Pedro Ravela, Beatriz Picaroni y
Graciela Loureiro—, se dividió un grupo de alumnos en cuatro, a quienes se les
dio las mismas tareas. Al cabo de dos días, a unos se los calificó, a
otros se les entregó comentarios orientadores, a los terceros les escribieron
estímulos y felicitaciones y a los del cuarto equipo no se les dijo nada. Una
semana después hicieron tareas similares: los únicos que mejoraron fueron los
que recibieron comentarios.
“La
forma de corrección, verificadora o formativa, transmite un mensaje explícito
sobre el rol del profesor y del estudiante”, plantea Santiago Lucero, ex
director general de Educación Superior, y explica: “Si se cierra la posibilidad
de diálogo e interacción, a través de la devolución concretada con un número,
el estudiante no puede realizar una auto-evaluación, instancia clave para tener
un rol activo en su propio proceso de aprendizaje y reflexionar sobre él”.
De qué conocimientos hablamos
En
sendos estudios realizados por Ravela, Picaroni, Loudeiro, en 2008 y 2012
(reflejados en el libro de su autoría), para conocer y analizar las prácticas
de evaluación de aprendizajes en las aulas —el primero, en nueve capitales
latinoamericanas (incluida Argentina) con grupos y maestros de 6° grado, sobre
las prácticas en Lengua y Matemática y el segundo, en cuatro países, en 3° año
de secundaria en las materias de Biología, Química y Física— se advierte que
los docentes señalan desaciertos, pero muy pocos explican la distancia entre lo
que los estudiantes hicieron y lo que se esperaba de ellos. “En varios miles de
tareas revisadas en este estudio, prácticamente no se encontraron devoluciones
descriptivas o reflexivas de los trabajos escritos por los estudiantes, sino
casi exclusivamente marcas de acierto o error, calificaciones, puntajes,
felicitaciones o indicaciones de que algo es correcto o incorrecto”, se puede
leer en el libro.
El
problema de esto, además, es que la calificación no suele tener un referente
conceptual que indique el nivel de desarrollo de las capacidades y aprendizajes
que se esperan: no suele estar explícito el significado de cada nota. De hecho,
cada maestro y profesor suele tener criterios diferentes acerca de cómo se debe
conformar y estos se suelen mezclar entre sí. Para algunos, la calificación
está basada en los avances del estudiante en función de su propio punto de
partida (enfoque de progreso); para otros, en función de los logros esperados
(enfoque criterial), cuestión que no siempre se explicita y transparenta; y
para otros, se realiza en comparación con los demás del grupo (enfoque
normativo, llamado así por la curva estadística normal que indica que la
mayoría está en el promedio y unos pocos tienen mejores o peores resultados).
En
el afán de ser justos y premiar el mejor trabajo o examen o a quien se esfuerza
más (lo que suele confundirse con el progreso), los educadores generan escalas
de calificaciones muy amplias y opacas. “Nos cuesta mucho trabajar con cuatro o
cinco categorías básicas, por este énfasis de comparación entre estudiantes”,
plantean los autores Ravela, Picaroni y Loudeiro, para quienes esta mirada es
una rémora de las pruebas vinculadas a la selección. Los especialistas
sostienen que el enfoque de progreso “es especialmente importante en la
educación básica”, donde —señalan—se deberían flexibilizar los tiempos para
alcanzar los niveles de desempeño esperados, de manera de evitar la repetición
de cursos, aunque el enfoque criterial también lo es: el progreso solo puede
apreciarse si existe una descripción clara de los aprendizajes a lograr.
Otro
de los aspectos relevados en los trabajos de investigación de Ravela, Picaroni
y Loudeiro fueron las actividades y consignas de evaluación, en la medida que
estas indican qué tipo de aprendizaje está siendo priorizado: superficial (con
un bajo requerimiento cognitivo: memorizar sin comprender) o profundo (procesos
cognitivos complejos, que buscan la relación de temas nuevos con conocimientos
previos). En las tareas propuestas a los alumnos, el 70% de las consignas
relevadas no contaban con información (al estilo: ¿Quién es el autor del Martín
Fierro?): “Predominan las actividades breves, que casi no requieren del
estudiante analizar información, sino más bien recordarla y reproducirla.
Predominan también las actividades en que el estudiante debe utilizar una
fórmula o un algoritmo matemático para resolver ejercicios que tienen una única
respuesta correcta y que suelen presentarse como series de ejercicios
similares. Son escasas las actividades que requieren del estudiante demostrar
una verdadera comprensión del contenido con el que trabaja y, menos frecuentes
aún, las que implican valorar situaciones, diseñar o crear nuevos dispositivos
o resolver situaciones nuevas propias de la vida real o de producción de
conocimiento o disciplina”.
“Una
educación bulímica”, definiría la doctora en Educación Artística, María Acaso,
una española fundadora del colectivo Pedagogías Invisibles, a lo que ocurre en
muchas aulas: un alumno que se atiborra de datos y contenidos, que luego vomita
en un examen y una vez que sale de él, los olvida. Sofía Camussi en el final de
su charla TedX ilustraba cómo en la escuela la importancia dada a las notas,
hace perder el sentido de lo que se aprende: “Te enfocás en simplemente
aprobar. Los alumnos aprendemos a ser alumnos y a hacer únicamente lo que se
nos pide. Aprender de verdad, ¿dónde queda eso?”. En definitiva, la educación
queda reducida a adquirir el oficio de alumno para transitar la escolaridad sin
escollos.
Con
una evaluación que se enfoca en actividades memorísticas, descontextualizadas,
que no requieren creatividad ni variedad de estrategias, serán pocas las
posibilidades de que los estudiantes sean reflexivos y críticos, y mucho menos
de que se muestren interesados por lo que ocurre en el aula e involucrados en
sus procesos de aprendizaje. “Pensemos que el fracaso en responder este tipo de
tareas es lo que determina que una parte importante de los estudiantes
reprueben sus cursos y no complementen la educación obligatoria que, por otra
parte, hemos definido como un derecho”, lanzan los autores.
Propuestas auténticas y realistas
Ravela,
Picaroni y Loudeiron hacen una apología de la evaluación auténtica. Grant
Wiggins, quien acuñó el término para dar cuenta de aquellas actividades en las
que se pide a los alumnos que realicen tareas que fomenten sus aprendizajes y
tengan valor intrínseco para ellos, en lugar de ser meras intermediarias para
evaluar los logros educativos, utiliza al fútbol para explicar su
sentido.
En
esa analogía, plantea, a nadie se le ocurriría enseñar un deporte explicando
sus reglas, las historias de los campeonatos, equipos y futbolistas;
escribiendo monografías; practicando pases, a correr con la pelota, patear
penales; realizando una evaluación teórica y práctica cada dos meses, sin que
los chicos hayan jugado a la pelota. “Cuando los estudiantes preguntan para qué
sirve lo que estamos enseñando, les respondemos que cuando sean grandes y
puedan jugar un partido entenderán”, provoca Wiggins y agrega: “¿Enseñaríamos a
jugar al fútbol de esa manera?”. Sin embargo, es lo que ocurre en la escuela:
“Enseñamos discursivamente los fundamentos y la historia de cada disciplina,
hablamos de los contenidos, hacemos una práctica de laboratorio. Nunca los
hacemos jugar”.
Las
evaluaciones auténticas (también llamadas realistas) reproducen contextos
reales, ya sea de la vida cotidiana, situaciones sociales (problemas de
envergadura como cuestiones ambientales o económicas) o disciplinares
(problemas y prácticas en la producción y uso del conocimiento de la disciplina),
para que los estudiantes apliquen lo aprendido. No se trata de situaciones
escolares, creadas por el docente, imposibles de presentarse en la vida real
(María invitó a 96 personas a su fiesta, solo asistieron las tres quintas
partes, ¿cuántas invitados asistieron?), sino aquellas en la que los conceptos
y leyes implicados son relevantes para resolver lo propuesto. Y aquí hay otra
cuestión que es necesario aclarar: se trata de resolver problemas y no de hacer
ejercicios. Mientras en uno hay una reiteración de conceptos o procedimientos
en situaciones ya conocidas; en el otro, se abordan situaciones nuevas que
pueden tener varias alternativas y estrategias de resolución, que requieren
conocimientos de varios campos. De allí que las evaluaciones auténticas tengan
cierto grado de complejidad y sean desafiantes. Como las tareas que se
desarrollan (un producto, una comunicación) van dirigidas a una audiencia real,
el estudiante tiene que desempeñar un determinado rol, en colaboración con sus
compañeros, y su actuación incluye restricciones e incertidumbres.
Además
de implementar evaluaciones auténticas, Ravela, Picaroni y Loudeiro realizan
otras propuestas para mejorar esta práctica en el aula. En este sentido,
plantean que hay que dar notas con menos frecuencia, lo que no implica no
brindar información a las familias, que reclaman conocer los desempeños de sus
hijos. De igual manera, abogan por separar las instancias de certificación con
las evaluaciones formativas (aunque deben estar alineadas, de manera que los
estudiantes sepan qué desempeño hubieran tenido en caso de haber llevado nota),
para que los estudiantes tengan la libertad de equivocarse, sabiendo que no
habrá ninguna contabilidad oculta. Asimismo, insisten en que se informen y
clarifiquen los desempeños que serán tenidos en cuenta para calificar, dando
significado a los tramos por escalas (construir una rúbrica con las dimensiones
evaluadas y los logros que les corresponden a cada una de ellas), de manera que
los estudiantes sepan qué es necesario hacer para acceder a los distintos
niveles de calificación. Y fundamentalmente, sostienen los autores, ofrecer
segundas oportunidades para los trabajos y pruebas vinculados a la
certificación.
Ampliar
los períodos de recuperación no se trata de empujar a los docentes a aprobar a
cualquier costo, como bien señala Axel Rivas. En este sentido —indica—, los que
confundieron las nuevas oportunidades con facilismo “eran los que tenían menos
vocación de revisar las pedagogías o educar en la diversidad”. “La propuesta
era exactamente lo contrario: un trabajo arduo por enseñar más, revisar las
pedagogías, personalizar la enseñanza y generar interés en los alumnos por su
propia escolarización”. Ese es el desafío. En eso estamos.
Fuente
https://revistasaberes.com.ar/2020/06/a-examen/
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