lunes, 25 de mayo de 2009

Metaevaluación de las escuelas

En el presente artículo el autor, Miguel Ángel Santos Guerra, plantea la metaevaluación de las escuelas como un proceso de valoración de las evaluaciones, de naturaleza cualitativa, que da respuesta a aspectos inquietantes como el aprendizaje, la mejora, el rigor, la transferencia y la ética. Da significativa importancia a este último, pues considera que, además de ser la metaevaluación un proceso técnico, contiene una dimensión ética, por lo cual menciona doce criterios de carácter axiológico.

Igualmente, en forma breve, refiere la manera de realizar este proceso, desatacando el proceso de negociación, la aplicación de criterios, el juicio de expertos y la opinión de los protagonistas.



Se está hablando y escribiendo mucho sobre la evaluación de los centros escolares, se están haciendo muchas evaluaciones, se está generando una cultura sobre la evaluación. Ante ese hecho no hay que lanzar las campanas al vuelo, porque lo más importante no es hacer muchas evaluaciones, ni siquiera hacerlas bien. Lo más importante es saber al servicio de qué personas y de qué valores se ponen. Quiero llamar la atención en estas líneas sobre la necesidad de analizar lo que sucede con las evaluaciones. No basta, pues, ponerlas en marcha para que ya nos sintamos satisfechos. La metaevaluación (o proceso de evaluación de las evaluaciones) permite preguntarse, al menos, por estas cinco cuestiones:

1 El aprendizaje
Es necesario aprender de las evaluaciones que se realizan. Todos podemos aprender: los patrocinadores, los evaluadores, los evaluados. Pero solamente lo podremos hacer si reflexionamos de forma rigurosa y desapasionada sobre los procesos y los resultados.

No es razonable repetir los errores de manera casi mecánica. En la evaluación que se pone en marcha por prescripción legal se produce un cruce de modelos verdaderamente inquietante. Se corre el peligro de que la evaluación no responda plenamente ni a uno ni a otro. Por una parte, se trata de una evaluación de rendimiento de cuentas (accountability) ya que la ordena el poder y la realiza la autoridad académica (inspectores). Por otra parte, se pretende hacer de ella una evaluación negociada, consensuada, participativa y democrática.

Si se negocia, ¿se puede plantear la posibilidad de que los evaluadores sean agentes externos al sistema?, ¿se puede sugerir que sean otros los métodos?, ¿se puede decidir desde las escuelas qué hacer con los informes?...

Es necesario preguntarse por la actitud de los profesores y profesoras, por la artificialización del comportamiento cuando se hacen observaciones, por la calidad de la información cuando se hacen entrevistas, por la riqueza de los informes elaborados, por la negociación de los mismos, por la capacidad de transformación que está teniendo la evaluación... Es necesario preguntarse por la preparación de los inspectores para hacer un tipo determinado de evaluación, por el tiempo de que disponen, por sus habilidades para llevarla a cabo... Es imprescindible interrogarse por la actitud del profesorado ante la evaluación: por sus reticencias, por su colaboración, por su disposición al cambio...
¿Por qué repetir los errores de una forma irracional y perseverante? ¿Quién garantiza que los buenos propósitos al realizarla no han producido efectos secundarios dañinos? ¿Quién puede afirmar que está inmunizado contra la comisión de errores? Si así ha sido, ¿No es razonable y justo que se traten de evitar en futuras experiencias?

El aprendizaje no se produce solamente sobre los fallos, errores o conflictos. También es importante analizar y desentrañar las explicaciones sobre los aciertos, sobre la colaboración abierta, sobre la reflexión rigurosa, sobre el conocimiento elaborado, sobre los cambios efectivos...

2 La mejora
Sé que la palabra mejora es casi infinita en sus contenidos semánticos. ¿Qué es mejora? Sin embargo es una pregunta capital. Hay que desentrañar el significado de este concepto como hay que hacerlo con el de calidad. De lo contrario, no sólo se producirá confusión, sino también perversión. Cuando se realizan simplificaciones, suelen hacerse de manera interesada.

Quien identifica calidad con rendimiento de alumnos es porque está interesado en que así sea. La evaluación tiene que estar encaminada a la mejora de la práctica educativa. La evaluación es un garantía de la calidad para el centro educativo (Casanova, 1992), siempre y cuando se realice, se oriente, se encamine a la mejora y no tanto al control, a la comparación, a la clasificación, a la jerarquización o a la discriminación.

Para que la mejora se produzca es necesario que la disposición de los que intervienen en ella sea abierta y comprometida. Si no existe actitud autocrítica y apertura a la opinión externa es muy difícil que cambie algo profundamente. Si no existe una actitud comprometida con la práctica, es imposible que las transformaciones afecten a zonas significativas. Los cambios, si se producen, serán superficiales y anecdóticos. Hablo de disposición positiva de todos los que intervienen en la evaluación. Eso atañe también a la Administración.

Si la evaluación muestra carencias, deficiencias o errores en la gestión del sistema educativo, habrán de percibir los profesores que existe disponibilidad para asumir las decisiones de mejora. Si no sucede así, el profesorado verá la evaluación como un fenómeno de jerarquización y de control.

La mejora exige una negociación de los informes extensa y profunda. La negociación de informes es la piedra angular de la evaluación (Santos Guerra, 1998), porque permite conocer con claridad y rigor qué es lo que sucede y por qué. De ese conocimiento pueden surgir las decisiones de cambio.

3 El rigor
Una de las preocupaciones más importantes de la metaevaluación es la comprobación del rigor que ha tenido la evaluación. La evaluación que defiendo es de naturaleza cualitativa por considerar que no se puede captar fenómenos complejos desde métodos cuantitativos y, por consiguiente, simplificados.

No se deben aplicar a la utilización de metodología cualitativa los presupuestos de la validez que se vienen aplicando en la investigación experimental. Esa dependencia genera una distorsión del modelo y no da respuesta a la verdadera cuestión: ¿Cómo saber si la evaluación que se ha realizado refleja con rigor lo que sucede en la escuela? Es preciso aplicar los criterios de credibilidad y comprobar en qué medida esa evaluación los cumple. Veamos algunos ejemplos:
Si se han utilizado métodos diversos para explorar el centro y se han triangulado las informaciones procedentes de ellos, habrá más rigor que si se ha utilizado un solo método. El proceso de triangulación consiste en la constatación, en la depuración de los datos. La información procedente de distintos métodos no siempre dice lo mismo. No se trata con la triangulación de eliminar las discrepancias, sino de explicarlas.

Si se ha permanecido un tiempo largo en el centro observando lo que en él sucede, habrá más garantías que si solamente se ha permanecido en él un tiempo muy breve. Las pistas de revisión permiten hacer una valoración sobre la naturaleza, el sentido, la ética y el rigor de la evaluación. ¿Existen esas pistas?

4 La transferencia
La evaluación que se hace de una escuela puede servir para el aprendizaje y el cambio de otras escuelas. El hecho de que cada escuela sea diferente no oculta las características comunes que las definen a todas. Difundir los informes de las evaluaciones (salvaguardando el anonimato de los protagonistas) puede ayudar a comprender lo que sucede con las escuelas. Y puede servir para que algunas reflexionen sobre los resultados habidos en otras.

Para que la transferibilidad pueda producirse hay que partir de descripciones minuciosas. Las afirmaciones de carácter genérico no aportan información relevante. Decir que un centro "funciona bien", que tiene "clima excelente", que tiene "magníficos resultados", no nos permite conocer nada. En la medida que los centros tengan características y contextos más similares, la transferibilidad será más fácil. En efecto, es razonable esperar que lo que sucede en un centro privado se repita en otro de este mismo tipo. Es probable que una escuela rural se parezca más a otra de este carácter que otra situada en una gran urbe. Y que un centro de gran tamaño se asemeje más a otro de estas características que a una escuela unitaria.

Existe otra forma de establecer transferibilidad, que se ha denominado "reader made", hecha por el lector del informe. Este se pregunta: ¿Pasará algo parecido en este otro centro? Quien lee un informe sobre la evaluación de una escuela y está en otra, puede preguntarse fácilmente: ¿Pasará algo similar en la mía?

5 La ética
Me detendré algo más en este apartado por considerarlo esencial en la metaevaluación. La metaevaluación no es un proceso exclusivamente técnico. Como la misma evaluación, tiene una dimensión sustancialmente ética. Por eso, la metaevaluación no se centra exclusivamente en la búsqueda de criterios de carácter metodológico o algorítmico, sino que se ha de centrar en su vertiente moral.

En otro lugar (Santos Guerra, 1993) he hecho referencia a los abusos de la evaluación. Los que en ese trabajo describo y denuncio han sido descubiertos en la práctica de la evaluación en España. No hablo, pues, de memoria. No es necesario desarrollar el contenido de estos enunciados que hablan por sí solos:

Convertir la evaluación en un elogio a quien la patrocina o la realiza.

Elegir sesgadamente para la evaluación algunas parcelas o experiencias que favorezcan una realidad o una visión sobre la misma.

Hacer una evaluación de diferente naturaleza y rigor para realidades igualmente importantes.

Convertir la evaluación en un instrumento de dominación, control y opresión.

Poner la evaluación al servicio de quienes más tienen o más pueden.

Atribuir los resultados a causas más o menos supuestas a través de procesos atributivos arbitrarios.

Encargar la evaluación a equipos o personas sin independencia o valor para decir la verdad.

Silenciar los resultados de la evaluación respecto a los evaluados o a otras audiencias.

Seleccionar aquellos aspectos que permiten tomar decisiones que apoyan las iniciativas, ideas o planteamientos del poder.

Hacer públicas sólo aquellas partes del informe que tienen un carácter halagador para el poder.

Descalificar la evaluación achacándole falta de rigor si los resultados no interesan.

Dar por buenos los resultados de la evaluación a pesar de su falta de rigor, cuando esto es lo que interesa.

Utilizar los resultados para tomar decisiones clara o subrepticiamente injustas.
Aprovechar la evaluación para hacer falsas comparaciones entre lo que es realmente incomparable.

Atribuir los malos resultados no al desarrollo del programa sino a la torpeza, la pereza o la mala preparación o voluntad de los usuarios del mismo.

Es necesario mantener la vigilancia sobre esta cuestión trascendental porque no se trata de evaluar mucho, ni siquiera de evaluar de forma técnicamente perfecta, sino de saber al servicio de quién y de qué valores se pone la evaluación.

Nadie se alegraría de que se abriese una fábrica de cuchillos en una localidad si supiera que su destino era la distribución de estos entre los ciudadanos para ejercitarse en el acuchillamiento de sus enemigos.

El quebrantamiento de la ética puede darse en el fenómeno mismo de la evaluación, en su globalidad o en algunos de sus partes específicas. Se puede poner en marcha una evaluación al servicio del poder, del dinero o del prestigio de los patrocinadores, por ejemplo. Y se puede obtener información de forma fraudulenta realizando entrevistas que están falsamente planteadas. Care (1978) plantea las exigencias de un contrato equitativo de evaluación. En ese proceso se ponen los cimientos del edificio de la ética.
Aunque no todas las exigencias tienen la misma importancia ni su presentación está organizada según criterios axiológicos, es de interés enumerarlas con un brevísimo comentario.
a) Ausencia de coerción: La equidad exige que los que tiene que participar en la evaluación (evaluadores, evaluados, colaboradores, jueces...) no estén sujetos a presiones coercitivas. Se sabe que esas presiones pueden ser brutales o sutiles. Internamente, tampoco deben existir mecanismos de control: nadie (persona o grupo) debe ejercer presión ni control sobre otros.
b) Racionalidad: Los participantes han de actuar de forma lógica y sensata. Esto quiere decir el discurso y el proceso de la evaluación están presididos por argumentos y no por caprichos o intereses.
c) Aceptación de los términos: Las partes que firman el acuerdo aceptan libremente las
reglas de procedimiento que han sido formuladas de manera clara y transparente,
tanto por lo que respecta a la naturaleza, como a los objetivos y a los métodos de la evaluación.
d) Acuerdo conjunto: La equidad requiere que el acuerdo se considere como algo más que la coincidencia entre opciones individuales. La negociación, cuando es intensa y sincera, no es un proceso sencillo. Exige tiempo, exige valentía. Y una discusión sin barreras de todos los participantes.
e) Desinterés: Hay que someter los intereses particulares a las preocupaciones, problemas y necesidades de la causa común. Llegar a un acuerdo no garantiza que se hayan supeditado los intereses particulares a los generales.
f) Universalidad: La normativa tiene que afectar a todos por igual, incluidos los evaluadores. Si la normativa exige que se trate de forma distinta a diferentes personas, todos pueden situarse en cualquiera de esas formas.
g) Interés comunitario: Quienes llegan a un acuerdo para realizar la evaluación deben tener como meta que se produzca el máximo beneficio para cada de los participantes.
h) Información igual y completa: Nadie debe tener acceso a una información privilegiada. Una condición de la equidad consiste en que los participantes reciban información sobre los hechos pertinentes y que ésta se distribuya por igual.
i) Ausencia de riesgos: Uno de los propósitos del contrato de evaluación es que no se deriven riesgos para quienes se someten a ella, o bien reducirlos al mínimo.
j) Viabilidad: El contrato de evaluación ha de ser de tal naturaleza que sea posible llevarlo a cabo. Los evaluadores no deben prometer actividades y oportunidades fantásticas, por más deseables que éstas fueran. El interés por conseguir el contrato puede llevar a realizar promesas inviables. Cuando no es posible cumplir el contrato, éste no es equitativo.
k) Contar con todas las opiniones: Para que el contrato sea equitativo, las partes deben tener la oportunidad de hacer constar lo que crean conveniente.
l) Participación: La condición final del contrato es que todos los participantes puedan participar. Todo el mundo debe tener voz. La ética que se exige a la evaluación ha de presidir también la metaevaluación. ¿Hasta dónde ha de llegar esta exigencia? ¿Quién evalúa a los evaluadores? Si se establecieran Comisiones de Garantía de la Ética, ¿quién ejercería el control democrático sobre ellas?
En su excelente y ya clásica obra «Evaluation with validity», traducida al castellano con el título «Evaluación, ética y poder», House (1980, versión española de 1994) exige a la evaluación veracidad, belleza y justicia. No siempre se plantea la evaluación siguiendo estos criterios. Cuando se pretende medir los resultados de las experiencias y de los centros escolares a través de pruebas estandarizadas con el fin de hacer una clasificación según la posición en la escala, y se conceden luego recursos siguiendo esa clasificación, se está utilizando la evaluación al servicio de la injusticia y de la desigualdad. Por muy rigurosas y precisas que sean las pruebas, no se evita el desajuste moral. Se está dando a los que más tienen (cultura, dinero, poder...) todavía más a través de un instrumento que parece neutral y aséptico. Es una trampa terrible que algunos defienden de forma ingenua y muchos de manera interesada.

6 ¿Cómo se realiza la metaevaluación?
La metaevaluación puede emprenderse paralelamente a la evaluación, aunque también puede realizarse una vez finalizada esta. Por tratarse de una evaluación, han de exigírsele todos aquellos requisitos que se le pide a la evaluación.
Existen varias formas de responder a las cuestiones que aquí se plantean:

a. El proceso de negociación
El proceso de negociación de informes es un excelente camino que nos permite conocer cómo ha sido el proceso de evaluación y cómo se pueden considerar sus resultados. La negociación no sólo se refiere al contenido del informe: afecta también a la calidad de los procesos que han hecho posible su elaboración. Y, cómo no, a las posibilidades de mejora que de él parten.
Si existen, como en el caso de las escuelas, muchas evaluaciones, se puede emitir un juicio más riguroso sobre lo que supone la evaluación y sobre lo que sería preciso hacer para mejorarla.
Algunas experiencias apuntan a este tipo de procesos de metaevaluación (Luján y Puente, 1996). Lo importante es sacar de ellas los elementos necesarios para iluminar y dirigir las decisiones políticas, la intervención de los expertos y la práctica de los docentes.

b. Aplicación de criterios
Hay que remitirse aun artículo de Guba (1993) que sirve de referencia para la respuesta a la pregunta de la validez y de la transferibilidad. Este autor dice que no hay criterios absolutos, pero que existen exigencias que permiten garantizar que se ha alcanzado el rigor necesario para afirmar que lo que contiene el informe es un reflejo fiel de lo que sucede, y no una invención del evaluador.
En el punto 3, anteriormente expuesto, he mencionado algunos criterios que plantea Guba (1983) refiriéndose de forma especial a las evaluaciones de carácter naturalista.

c. Juicio crítico de expertos
Se puede encomendar a expertos que no han participado en la evaluación y que tampoco están vinculados a la acción evaluada, la emisión de opiniones sobre el proceso de evaluación.
Para poder realizar un juicio fundado, los expertos tienen que conocer lo que ha sucedido en la evaluación. Para ello dispondrán de todos los materiales y podrán entrevistar a los protagonistas: patrocinadores, evaluadores y evaluados.
La metaevaluación debe facilitar el aprendizaje de los evaluadores quienes, a través de análisis, sugerencias y preguntas se acercan a la comprensión de los procesos.

d. Opinión de los protagonistas
Una vez finalizada la evaluación, los protagonistas pueden emitir sus opiniones por escrito o de forma oral, de manera que sea posible descubrir aquellos problemas, dificultades o fallos que hayan condicionado el proceso.
Si los protagonistas de la acción tienen la clave del significado, los de la evaluación tienen en sus manos la interpretación de lo que ha sucedido en todas las fases de la evaluación. Ellos saben qué sucedió con la iniciativa, cómo se hizo la negociación, cómo se ha explorado, qué ha sucedido con los informes, cómo se han respetado las normas. A ellos, pues, hay que preguntar, garantizando las condiciones de una expresión libre.

Autor
Miguel A. Santos Guerra/ Metaevaluación de las escuelas
Recuperado de
http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/17004/1/art3_12v9.pdf el 2 de febrero de 2009

martes, 19 de mayo de 2009

LA EVALUACIÓN DOCENTE EN ESPAÑA ¿QUÉ HACER?

Continúo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolivar sobre la temática de la evaluación docente:

LA EVALUACIÓN DOCENTE EN ESPAÑA ¿QUÉ HACER?
El rendimiento de cuentas por evaluación de resultados de los centros escolares si bien puede ser una vía para provocar la mejora, actualmente –como se ha visto– es un terreno “minado”, sujeto a múltiples peligros. Si, como se ha dicho, su no existencia es un remedio peor que la enfermedad, conviene demandar, en primer lugar, que los centros escolares tengan capacidades (medios y recursos) para que puedan ser responsables (Elmore, 2003a). Igualmente importa primar una concepción y práctica de la autoevaluación para la mejora interna. Pero nada obsta, dadas las dificultades e insuficiencias de lo anterior, en entrar en la evaluación del profesorado, aprendiendo de las mejores lecciones.

En España la evaluación del desempeño docente, lejos de la implementación progresiva que está teniendo en los países iberoamericanos, es una cuestión sucesivamente apuntada en distintas leyes educativas (1995, 2002, 2006) pero, igualmente, pendiente y aplazada su regulación en las normativas, por los problemas y resistencias que genera. Actualmente no se emplea de modo sistemático, sólo de manera marginal en determinados casos. Suele suscitar extrañeza, cuando no oposición, que –en condiciones normales– un inspector, por ejemplo, solicite entrar en el aula de un profesor. Los profesores son funcionarios, donde sólo se evalúa el acceso al “cuerpo”, tras haber pasado por un periodo de interinidad o acceder directamente. Una vez adquirida la condición de “funcionario”, es difícil, cuando no imposible, perderla y el sueldo viene regulado, básicamente, por dicha condición. Paradójicamente, es en el nivel universitario donde la evaluación de la docencia, particularmente en los primeros ciclos de su desarrollo profesional, está adquiriendo mayor relevancia. Así la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) ha elaborado un Programa (“Docentia”) de evaluación de la actividad docente del profesorado universitario, con el objetivo de gestionar la calidad de la actividad docente del profesorado universitario y favorecer su desarrollo y reconocimiento.

A nivel de profesorado de enseñanza no universitaria partimos de una situación en que, si bien se declara que la evaluación del profesorado debe formar parte de la evaluación del sistema educativo, en la práctica queda limitada a la que realiza la inspección educativa para situaciones individuales especiales (obtener una licencia por estudios, acreditación para la dirección de centros, evaluación del profesorado en prácticas, supervisión del profesorado por denuncias, etc.). Por lo demás, esta evaluación suele limitarse a certificar evidencias de cumplimiento administrativo y, eventualmente, observación en las aulas de clases. Esta situación, como consecuencia de las referidas tendencias internacionales, empieza a cambiar. Así, la última ley educativa (Ley Orgánica de Educación) dedica el art. 106 a la “Evaluación de la función pública docente”, determinando que, para mejorar la calidad de la enseñanza y el trabajo de los profesores, las Administraciones elaborarán planes para su evaluación, fomentando la evaluación voluntaria del profesorado, cuyos resultados tendrán efectos en la carrera docente. Estas evaluaciones tendrán, a su vez, sus efectos en los complementos retributivos así como en la propia carrera docente, como se propone en el Estatuto del Profesorado, en fase de discusión.

De modo similar, las Comunidades Autónomas están regulando y, en su caso, determinando la evaluación docente. Así, la Ley de Educación de Andalucía (diciembre 2007) crea la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa que “establecerá un sistema de evaluación del profesorado que permita la acreditación de los méritos a efectos de su promoción profesional” (art. 157).

El problema más grave en España para establecer incentivos es que, de hecho, no hay establecida carrera profesional alguna. El aplazado Estatuto Docente debe contribuir a establecer una carrera docente mediante vías de promoción profesional a nivel horizontal, lo que no tiene necesariamente que suponer categorías jerárquicas ni cambios de centro, como vertical (acceso a otros cuerpos o niveles educativos, incluidos los universitarios). De acuerdo con estudios comparativos (Pedró, 2006), el nivel salarial al inicio de la profesión es, en España, comparativamente muy alto (un 23,4% y un 28% más que la media de los países de la OCDE) y, sin embargo, no difiere grandemente de los que se obtienen al final del periodo laboral. Por eso mismo no hay propiamente incentivos durante la progresión en la carrera (Eurydice, 2004). Como comenta Pedró: “por consiguiente, lo que sucede en España, siempre por comparación a otros países, es que al inicio de la carrera los salarios son competitivos, comparativamente altos, pero a medida que se avanza en el ejercicio profesional ese diferencial desaparece progresivamente y no se recupera, aunque muy modestamente, hasta bien llegado el fin de la carrera profesional. En definitiva, un sueldo inicial comparativamente atractivo pero sin una progresión adecuada a lo largo de la carrera” (p. 260).

Por una parte, el Estatuto Básico del Empleado Público establece en su artículo 20 la obligación de establecer un sistema de evaluación del desempeño, que regulará cada Administración pública. A estos efectos se entiende por evaluación del desempeño el procedimiento mediante el cual se mide y se valora la conducta profesional, el rendimiento o el logro de resultados. Los sistemas de evaluación del desempeño se adecuarán, establece, a criterios de transparencia, objetividad, imparcialidad y no discriminación y se aplicarán sin menoscabo de los derechos de los funcionarios públicos. Por último, las administraciones públicas determinarán los efectos de la evaluación en la carrera profesional horizontal, la formación, la provisión de puestos de trabajo y en la percepción de las retribuciones complementarias.

De acuerdo con este Estatuto se debe elaborar el Estatuto de la Función Pública Docente, largamente debatido y sucesivamente aplazada su aprobación, que debería ser retomado para establecer, entre otros, una carrera profesional. Según las determinaciones de la Ley Orgánica de Educación (disposiciones adicionales 6ª a13ª), el borrador propone establecer una carrera profesional docente en siete grados, asignando a cada uno efectos retributivos, de movilidad y de promoción interna. Se entiende la carrera profesional como un “reconocimiento del ejercicio profesional realizado” (art. 30 borrador, octubre 2007). Por su parte, se sustituyen los complementos de formación (llamados popularmente “sexenios”, por ser un complemento reconocido cada seis años, tras justificar haber recibido 100 horas de formación en dicho período) por un complemento de grado. En cualquier caso, los sindicatos docentes no tienen en exceso interés en un tema delicado que, si no es conducido con cuidado de modo que no suscite oposición por el profesorado, les puede pasar factura. Un intento de Estatuto Docente hace veinte años (1988) dio lugar a un amplio movimiento de contestación y huelga del profesorado, que provocó la dimisión del entonces Ministro de Educación (José María Maravall).
Un ejemplo similar a la situación española lo proporciona Portugal, donde recientemente (Decreto-Ley nº 15/2007) se ha introducido la evaluación del desempeño del personal docente, con motivo de un Estatuto de la Carrera de los Profesores (Infantil, Básica y Secundaria). La regulación posterior, con un sistema de evaluación en exceso uniformador y burocrático, ha sido ampliamente contestada y debatida, en la medida en que conduce a nuevos modos de pensar y ejercer la profesión docente (Sanches, 2008). Una manifestación en Lisboa de más de cien mil profesores (8/03/2008) ha obligado al Ministerio a iniciar un proceso de negociación, rebajando sus pretensiones iniciales, tanto en las condiciones de trabajo del profesorado como el proceso mismo de evaluación del desempeño.

Un caso actual puede poner de manifiesto lo difícil que resulta establecer incentivos profesionales. En Andalucía, una Comunidad Autónoma donde se registran los mayores índices de fracaso escolar en España y alejada de cumplir los objetivos educativos establecidos por la Unión Europea para el año 2010, para atajar dicha situación, ha establecido un “Programa de calidad y mejora de los rendimientos escolares en los centros docentes públicos”. El plan desarrolla el artículo 21 de la Ley de Educación de Andalucía, publicada diciembre de 2007, que establece el pago de incentivos económicos anuales para cada profesor de los centros públicos por la consecución de los objetivos educativos, acordados previamente con la Administración. Dicho programa pretende mejorar un conjunto de indicadores (entre ellos los rendimientos escolares) en un plazo de cuatro años, de acuerdo un proyecto presentado por cada centro escolar (escuela o instituto), que debe ser aprobado por una mayoría cualificada de dos terceras partes de su profesorado. A cambio de su progresiva consecución a lo largo de tres-cuatro cursos, la Administración educativa da un complemento económico de hasta 7.000 euros a cada profesor implicado en el programa.

Sin embargo, ha generado una amplia campaña de contestación y protesta, donde uno de los lemas más divulgados ha sido “Por la dignidad docente, no al soborno” (se sobreentiende “soborno” por aprobar a alumnos), rechazando –además– que el fracaso escolar sea una responsabilidad del profesorado, como el plan –señalan– da a entender. En su primer período de aprobación, ha sido aceptado mayoritariamente en Primaria, pero en Secundaria Obligatoria ha sido rechazado por el 80 % de los Institutos. Esto indica, hasta qué punto los incentivos económicos individuales generan resistencia; por lo que cabe –mejor– pensar en otro tipo de incentivos (colectivos al centro escolar o de desarrollo y promoción profesional), además de otras medidas estructurales (reducción del número de alumnos por aula, el aumento de las plantillas docentes y la dotación de más recursos materiales).

En esta situación, más que dirigirse por ahora a cualquier complemento económico individualizado, además de mejorar a los centros escolares, prioritariamente los incentivos han de ponerse al servicio del desarrollo profesional, en una promoción horizontal y vertical. Como dice Lourdes Montero (2004: 715), “en contextos en los que no hay una tradición consolidada de evaluación del profesorado aconseja hacerlo por la evaluación asociada al desarrollo profesional”. Por eso, además de una evaluación de la práctica docente dirigida a ver si cumple determinados estándares, con un carácter sumativo, “en la actualidad se ve complementada con una perspectiva donde el objetivo primordial es ayudar al docente a mejorar su desempeño, identificando sus logros y detectando sus problemas, perspectiva que coincidiría con la evaluación formativa para el desarrollo profesional” (Murillo, 2006: 87).

Además, dado que en España una evaluación del desempeño docente no pone en peligro su pervivencia laboral y profesional, dada la condición de funcionario, ésta debe orientarse prioritariamente a la mejora profesional y de la calidad de la educación. Al respecto, está por ver lo que puedan dar de sí las “evaluaciones generales de diagnóstico”, establecidas (arts. 21, 29, 144 y 106) por la última Ley Orgánica de Educación de las “competencias básicas” en 4º de Primaria y en 2º de la ESO, a realizar con carácter muestral por el Instituto de Evaluación a nivel nacional y, con carácter censal, por cada Comunidad Autónoma en sus centros escolares respectivos. En cualquier caso, tras documentar la situación de los alumnos en cuanto al grado de dominio de las competencias básicas, en una perspectiva garantista, deben generar las correspondientes dinámicas de mejora en aquellos casos que se han detectado deficits. Además de rendir cuentas socialmente, será preciso intervenir decididamente para, paralelamente, ofrecer las medidas y apoyos oportunos que los capaciten para asegurarlas a su alumnado, especialmente en aquellos contextos social, cultural y económicamente más desfavorecidos. En efecto, conduce poco lejos hacer evaluaciones externas y, paralelamente, en aquellos casos que se ha mostrado no alcanzan los niveles deseables, no se aportan los medios y desarrollan procesos de mejora que capaciten a los centros para responder a las competencias establecidas.


Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html
Evaluación de la Práctica Docente 4 de x

jueves, 14 de mayo de 2009

LAS POLÍTICAS DE RENDIMIENTO DE CUENTAS Y ESTÁNDARES: RESISTENCIAS Y ASPECTOS CRÍTICOS

Continúo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolívar sobre la temática de la evaluación docente:

Desconfiando del compromiso del profesorado por la mejora, las presiones para incrementar los resultados se están convirtiendo actualmente en la principal avenida para la reforma educativa. Cual “nueva ortodoxia” del cambio educativo en la última década, el movimiento de reforma basado en estándares deseables (Standards-Based Reform) se ha configurado como una forma de apremio para que los centros y el profesorado consigan los estándares fijados a nivel estatal por cada área y alumnos, debiendo rendir cuentas del nivel conseguido. En este marco de rendimiento de cuentas se pretende, además, que todos los agentes educativos tengan información clara y confianza en la calidad de los servicios educativos.

Los estándares establecen lo que se espera que los estudiantes aprendan o sean capaces de hacer, determinando los criterios e indicadores que evidencien los niveles de consecución (Ferrer, 2007). Como tales, expresan la misión de la escuela en un nivel de enseñanza, orientando al profesorado, alumnado, padres y administradores educativos. En la tradición europea, sin embargo, se prefiere hablar mejor de “competencias” como capacidad de los alumnos para movilizar recursos (saberes, capacidades y otros) para actuar eficientemente en un tipo de contexto, que se revela por una actividad compleja puesta en obra en un tipo de contexto particular con un cierto grado de maestría. El Parlamento Europeo y el Consejo europeo han establecido Recomendación sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente (18 de diciembre de 2006), que los diversos gobiernos están adaptando en sus respectivos currículos (Bolívar, 2008a). Así, el Ministerio Español ha establecido, siguiendo dicha Recomendación, el conjunto de “competencias básicas” de la educación obligatoria, que serán objeto de “evaluación diagnóstica” de las escuelas en 4º de Primaria y 2º de Secundaria.

Por su parte, los estándares profesionales de la práctica (Ingvarson y Kleinhenz, 2006) determinan lo que se valora de la enseñanza-aprendizaje y lo que los profesores eficaces deberían saber y ser capaces de hacer para que esas competencias las adquieran sus alumnos. Como estándares “profesionales” deben ser desarrollados consensuadamente por asociaciones o colectivos de la profesión y expertos, proporcionando un marco para el aprendizaje profesional de los profesores y una base para la responsabilidad profesional de forma que los profesores, bien porque se les solicite, o bien voluntariamente, proporcionen información sobre su práctica. Como tales, los estándares profesionales son tanto descripciones de lo que es valorado, como instrumentos de medida, tanto para acreditar programas de formación, como para el ingreso en la profesión y para la evaluación de la práctica docente. De hecho contar con unos estándares profesionales puede servir de contrapunto complementario a la evaluación por rendimiento externo (O’Day, 2002). Así sucede en otras profesiones, como la medicina, donde los estándares de buenas prácticas son internos a la propia medicina, aún cuando los clientes puedan juzgar externamente el servicio prestado.

Si las escuelas, como organizaciones, están “débilmente acopladas”, por lo que el trabajo de cada uno en su aula está débilmente ligado a la tarea conjunta; la reforma basada en estándares pretende atacar este punto: presionar desde fuera en formas que afecten a lo que cada uno enseña en su aula y conjuntamente en el centro, forzando a mejorar la práctica educativa. Los profesores deben, pues, esforzarse en el aula para conseguir las metas fijadas a nivel estatal en los alumnos, dando cuenta de ello a nivel de cada escuela. Cada una tiene autonomía para desarrollar el currículum, pero –mediante el rendimiento de cuentas del centro– deberá preocuparse por conseguir los estándares establecidos. Es el nuevo modo (re)centralizador de presionar políticamente, determinando lo que los estudiantes deben aprender y dominar, sujeto a evaluación externa.

Pero, tal y como están diseñados los centros escolares, dice Elmore (2003a), no están preparados para responder a las presiones de rendimiento por estándares y rendimiento de cuentas, por lo que –si no se actúa con otras medidas– puede poner en peligro el futuro de la educación pública. En efecto, para responder a dichas presiones, las escuelas deben comprometerse en un procesos sistemáticos de mejora continua de la práctica educativa, para poner el foco en los aprendizajes de los alumnos. Al entender que la unidad de evaluación es la escuela, se está presuponiendo que todos los individuos actúan de modo conjunto y que la publicación de rendimiento de cuentas motivará, en igual medida, a todo el colectivo. Pero las escuelas son, ahora mismo, colecciones de individuos.

Los supuestos del rendimiento de cuentas son, por desgracia, demasiado simples (O’Day, 2002), cuando no ingenuos: como consecuencia de los resultados (y publicidad) de las evaluaciones, los diferentes actores concernidos (por las sanciones o incentivos consiguientes) necesariamente se esforzarán por mejorar. En realidad, hay pocas evidencias de que el rendimiento de cuentas de escuelas y profesorado provoque, por sí mismo, una mejora de los resultados educativos. La publicación regular de informes del rendimiento de centros, no es un mecanismo que genere la mejora. Aquellos centros que se encuentran fracasados difícilmente van a encontrar un incentivo al ver reflejada su situación en los últimos lugares y, en los restantes, si no hay creados procesos de análisis y revisión, escasa incidencia van a tener las evaluaciones externas para su mejora.
Por la especial sensibilidad (y resistencia) que suscita la evaluación docente, se mezclan políticas e ideologías con perspectivas propiamente educativas y metodológicas (Afonso, 1998). Normalmente, no se cuestiona que debe haber una genuina responsabilidad basada en el compromiso moral por un trabajo bien hecho, sino una evaluación docente burocrática, con un control en función de la jerarquía, que observa desde fuera el proceso y evalúa los resultados, reforzado por incentivos o sanciones (promoción o incrementos de salario). Una evaluación docente profesional, por el contrario, se centra en el acceso a la profesión, donde el agente ha de demostrar que posee las competencias, conocimiento y valores requeridos; así como los procesos desarrollados en su trabajo (Darling-Hammond, 2001b).

Como dice Pedro Ravela (2006), se requiere pasar de una “lógica de enfrentamiento”, jerarquizada y normativizada, atribuyendo en exclusiva a los docentes la calidad de los aprendizajes logrados por sus alumnos, a una “lógica de colaboración”, más horizontal, en que la responsabilidad por los aprendizajes es asumida de modo colegiado por los distintos actores e instancias del sistema, buscando consensos –a partir de las evidencias mostradas en los resultados– con el fin de adoptar las correspondientes estrategias de mejora. La evaluación del profesorado debe inscribirse dentro de una estrategia de reconfiguración del servicio público de la educación, en orden a la mejora de dicho servicio.

Si bien cabe oponerse a todo tipo de evaluación que pretenda el “control” del desempeño docente, siendo lógicas las inquietudes cuando no resistencias del profesorado; dentro de la evaluación de políticas públicas, es preciso reconocer la necesidad de que el profesorado de los centros públicos responda del servicio educativo que ofrecen y de los resultados alcanzados. Si bien cabe justificar la legitimidad, e incluso necesidad, de una evaluación externa tanto de la práctica docente como de los centros escolares (y del sistema educativo), como obligación de dar cuenta de en qué grado funciona como servicio público, hay razonables dudas sobre cómo estos informes de evaluación puedan contribuir a una mejora del profesorado, contribuyendo a su desarrollo profesional, a menos que vayan acompañados de un conjunto de condiciones y procesos.

De hecho, como ya hemos apuntado, las políticas educativas están empleando el rendimiento de cuentas (accountability) dentro de una estrategia de quasi-mercado, donde se trata de presionar al profesorado para mejorar, cuando no de dar criterios a los clientes para elegir centros (otro modo de presión). Este es el sentido que suele tener hacer públicos los resultados, estableciendo una clasificación entre escuelas. En estos casos, aparte de no ser ética, distrae a los estudiantes del mejor aprendizaje y a los profesores de la mejor enseñanza, para concentrar a ambos en lo que piden en las pruebas.

Está sometido a discusión, igualmente, si los posibles complementos o incentivos económicos han de ser individuales, a aquellos docentes que muestran una eficacia en su clase, como ponen de manifiesto determinadas pruebas normalizadas realizadas a los alumnos; o –más bien– deba ser una gratificación colectiva al centro escolar, en tanto que grupo de docentes que se han esforzado por mejorar los resultados de sus alumnos. Los programas de atribución colectiva de recompensas suelen ser más eficaces que aquellos que se apoyan en un evaluación individualizada de resultados. Además, cuando conlleva incentivos económicos diferenciadores individualizados, además de los efectos motivadores que pueda tener, son conocidos también los efectos “perversos” o no queridos: pone en peligro la colaboración profesional en el interior de la escuela, promoviendo –a su vez– un individualismo.

Cuando existen otros incentivos motivadores no se requiere la evaluación invididualizada de los docentes ni sus incentivos económicos, como muestra ejemplarmente el caso de Finlandia en la evaluación PISA (uno de los países mejor situados y que, sin embargo, no cuenta con evaluación del desempeño docente). Sin embargo, resulta una paradoja que otros próximos y con buenos resultados, como Suecia, sí cuente con dicha evaluación.
Un rendimiento de cuentas genuino ocurre, pues, cuando hay formas establecidas para proveer una mejor educación, al tiempo que modos de intervención en aquellos casos en que no sucede. Los datos de evaluación de centros escolares son, sin duda, necesarios, en la medida que proporcionan información tanto de lo que están consiguiendo los alumnos y de cómo la escuela lo está sirviendo. Pero los datos son sólo parte de un proceso que debiera ser más global. Quedarse sólo en ellos no sería un rendimiento de cuentas recíproco. La política educativa de evaluación de escuelas no puede comenzar y acabar con los test. Al contrario, los resultados han de ser punto de partida para la toma de decisiones. Entre ellas, la primera, capacitar al profesorado y dotar de medios a la escuela, que le permitan mejorar y responder a los resultados demandados.

Un sistema de evaluación, pues, no sirve y –a la larga– resulta poco creíble si, recíprocamente, no proporciona los medios y apoyos oportunos para que puedan conseguir tales estándares. La mejora es un proceso que exige un apoyo sostenido en el tiempo. Por eso, un factor crítico del éxito es la adecuada combinación de serias exigencias externas con dispositivos que desarrollan la capacidad interna (Bolívar, 2003). El asunto, como siempre, dependerá de cómo se lleve a cabo dicho control y de los recursos dispuestos para la mejora. De ahí que se reclame una reforma “sistémica”, donde los diferentes elementos de la política educativa coordinada de modo coherente y todos los componentes críticos del sistema funcionen en concierto.


Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html

domingo, 10 de mayo de 2009

SIGNIFICADOS, DIMENSIONES Y SENTIDOS DE LA EVALUACIÓN DE LAS PRÁCTICAS DOCENTES

Continúo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolívar sobre la temática de la evaluación docente:

SIGNIFICADOS, DIMENSIONES Y SENTIDOS
La evaluación de la práctica docente se debe realizar en relación con lo que es propio de dicho ejercicio profesional y se espera de él, con el objetivo de mejorar su actuación, promover la motivación o reconocerle social y económicamente su trabajo, ya sea mediante dispositivos de promoción horizontal o vertical en su carrera o mediante determinados incentivos económicos (Murillo, 2006). Entrar en esta dimensión en España es un asunto esencialmente conflicto, pero eludirlo no llevaría a dar por bueno el individualismo y privacidad dominantes. Como nos comentaba un director:
“... porque el profesor está encantado de ser autónomo en su clase, porque la mentalidad, la cultura profesional que tenemos los docentes, es muy individualista, y esto está muy ligado a las tradiciones, la gente viene a decir ‘bueno, en mi clase mando yo y hago lo que me da la gana’, y eso está hasta bien visto”.

La cuestión primera en la evaluación externa de la práctica docente es su finalidad o para qué la queremos. Esta no puede ser otra que mejorar la calidad de la enseñanza y, consecuentemente, asegurar el derecho de aprender de todos los alumnos y servir para apoyar y promover el desarrollo profesional del profesorado. En segundo lugar, en cuanto a los supuestos de partida, como hemos señalado, no se puede responsabilizar exclusivamente al profesorado del rendimiento de los alumnos, cuando es sólo uno de los factores; pero, al tiempo, es una actividad relevante que tiene efectos en la calidad de la educación ofrecida. Por último, en cuanto a los efectos se sitúan entre el control del rendimiento y la mejora profesional, con posibles incentivos para el desarrollo profesional y/o económicos.

La evaluación del profesorado se presenta encallada entre dos lógicas: una orientación a la mejora interna y desarrollo profesional, y otra dirigida al control de resultados, que –estableciendo diferencias entre el profesorado– pretende incrementar la calidad y la motivación por la mejora. Esta doble orientación responde, en último extremo, a una perspectiva dirigida a la mejora interna y, otra, para diagnosticar-evaluar resultados. En la primera, la evaluación se dirige a promover el desarrollo organizativo y profesional, por lo que requiere el compromiso de los propios implicados para iniciar un proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la calidad de los procesos y resultados. Esto último supone procesos de autoevaluación institucional o, en cualquier caso, contextualizada, de naturaleza contractual, no impositiva, entre evaluador y evaluados, exigiendo la participación de los últimos. Por su parte, la segunda, se ha traducido como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización y, como tal, de naturaleza sumativa, orientada a medir la competencia, el desempeño o eficacia de los profesores. Si bien un servicio público ha de ser evaluado; también, en los últimos tiempos en Europa, a partir del caso inglés, se está poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Articular ambas lógicas (mejora y resultados, formativa y sumativa) es el reto de toda evaluación.

La tesis que voy a defender, en primer lugar, al hilo de la convergencia entre ambas lógicas y movimientos (“eficacia” y “mejora” de la escuela), será que una evaluación de la práctica docente, unida a la evaluación de centros escolares tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas a menudo, no tienen por qué serlo:
  1. Dar cuenta del funcionamiento de un servicio público y de la labor de sus profesionales, velando por incrementar la equidad del sistema; y
  2. Proceso de aprender, mediante autoevaluación de equipos docentes, de la propia práctica para mejorar la acción educativa. Su punto débil es que exige el compromiso y apropiación de los implicados.
  3. Además, como en el caso algunos países, puede ponerse al servicio de determinados incentivos lo que, además de su posible efecto motivador, suele dar lugar a conflictos entre el profesorado.

Vinculado a lo anterior, defendemos que exigir determinados niveles de consecución, recíprocamente, comporta la obligación de poner los medios, recursos e incentivos que hagan posible alcanzarlos. Por eso, la presión actual por el rendimiento de cuentas (“accountability”), situada en sus justos términos, como hace Elmore (2003a), paralelamente requiere que el sistema educativo proporcione la capacidad necesaria para responder a dichas demandas:
“A fin de que la gente en las escuelas pueda responder a las presiones externas para el rendimiento de cuentas, tienen que aprender a hacer su trabajo de un modo diferente y a reconstruir la organización sobre otros modos diferentes de hacer el trabajo. Si el público y los políticos quieren incrementar la atención sobre la calidad académica y resultados, el quid pro quo es invertir en el conocimiento y las destrezas necesarias para producirlo” (p. 12).


La evaluación de la práctica docente se puede razonablemente defender con un doble objetivo: a) asegurar una calidad de la educación (entendida en sentido amplio), para lo cual deberá tener en cuenta tanto su impacto en la mejora de los aprendizajes del alumnado, como en el desarrollo profesional e institucional; y b) garantizar una equidad en educación, es decir el derecho a la educación de “todos” los alumnos, aun cuando haya otros factores asociados, como el contexto sociocultural, que deban ser tenidos en cuenta. En uno y otro caso, como se ha dicho antes, deberá dar lugar a capacitar a centros y profesores para conseguir los niveles exigidos. Una evaluación no se justifica si no da lugar a acciones posteriores para la mejora por parte de los que han llevado a cabo (Elmore, 2003b).


En cualquier caso, la necesidad de evaluaciones externas viene determinada tanto para asegurar la equidad de la ciudadanía en la educación, acentuada cuando los centros gozan de un grado de descentralización y autonomía, como para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellas escuelas que no estén ofreciendo un entorno educativo parecido a otras (públicas o privadas concertadas) o para compensar en la medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros o servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de generalizabilidad.


Por último, cabe referirse al profundo abismo entre el discurso de la evaluación y la pobreza relativa de la práctica. En efecto, desde los años setenta en España, uno de los ámbitos más innovadores en teoría didáctica ha sido la evaluación en sus distintos ámbitos (aprendizajes, enseñanza, profesorado o centros escolares). Se viene insistiendo, tanto desde la teoría pedagógica como en las declaraciones de la administración en la evaluación del sistema educativo, y, sin embargo, las prácticas que perviven en estos mismos ámbitos son las habituales o tradicionales. Queda por ver lo que puedan dar de sí tanto las nuevas estipulaciones legislativas: evaluaciones diagnóstico de los centros educativos como la evaluación de la práctica docente que establece la (última) Ley Orgánica de Educación (arts. 21, 29, 144 y 106). El Estatuto docente, ahora aplazado, según las determinaciones de la LOE (disposiciones adicionales 6ª a13ª), propone establecer una carrera profesional docente en siete grados, con el correspondiente complemento retributivo, en función de la evaluación “voluntaria” de la práctica docente y la acreditación de méritos.



Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html

miércoles, 6 de mayo de 2009

Evaluación de la Práctica Docente primera parte

Comienzo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolivar sobre la temática de la evaluación docente:

Quiero plantear cómo se ha de entender, en nuestro contexto, la evaluación de la práctica docente para provocar la mejora y, sobre todo, para asegurar con equidad el derecho a la educación de la ciudadanía. Una larga tradición del pensamiento progresista en educación, con razones fundadas por los modos y usos a que ha dado lugar, se ha opuesto a cualquier forma de control sobre los centros escolares y el profesorado. Sin embargo, actualmente, hemos de repensar cómo se puede garantizar el derecho a una buena educación para todos si no hay arbitrados dispositivos para que escuelas y profesorado den cuentas (a sí mismos, a la comunidad o a la administración) de la educación ofrecida. Como argumenta Linda Darling-Hammond (2001),

“si se aspira a que los alumnos alcancen unos estándares de mayor calidad educativa hay que suponer que también los profesores han de satisfacer ciertos estándares o criterios de calidad en su trabajo. Unos estándares de enseñanza elevados y rigurosos constituyen la piedra angular de un sistema de control que concentre su atención en el aprendizaje de los alumnos” (p. 314).

Es preciso contar, pues, con algún tipo de dispositivo (externos, además de internos) que garanticen la equidad de “todos” los alumnos en su derecho a la educación. La cuestión es cómo hacerlo en formas que motiven a los que ya lo hacen bien y, a la vez, contribuyan a mejorar a aquellos establecimientos de enseñanza y profesorado que consiguen bajos niveles en su alumnado, como actualmente se plantea en la “nueva” responsabilidad por los resultados (Carnoy, Elmore y Siskin, 2003; Gunzenhauser y Hyde, 2007) o de los estándares (Ferrer, 2007). Asegurar que todo ciudadano está recibiendo la educación que desarrolla sus posibilidades no puede hacerse dejando el asunto al arbitrio (y suerte) contingente de cada centro escolar y su profesorado. En conjunto, como objetivo último, dicen Ravela, Arregui y otros (2008: 62), lejos de culpabilizar al profesorado, “la evaluación debe estar al servicio del desarrollo de un sentido de responsabilidad compartida por la educación como bien público. Debe promover el compromiso con la educación de todos los actores, cada uno según su lugar y ámbito de acción”.

En el fondo, para lograr hacer de cada escuela una buena escuela, meta irrenunciable de cualquier sistema educativo, nos encontramos con el dilema de actuar por presión externa (control de resultados) o promover el compromiso e implicación interna (autoevaluación). Si bien sabemos que una política intensificadora puede inhibir los esfuerzos de mejora del profesorado y del centro escolar, perdiendo el potencial de sinergia que debía tener; tampoco cabe confiar sin más en los procesos iniciados por todo el profesorado. Esto último, si bien debe ser potenciado por las instancias centrales, no puede ser presupuesto. Hay bases para pensar que, en determinados contextos, una lógica de colaboración debe verse impulsada por mecanismos de presión que lleven a los actores a asumir compromisos por la mejora. En momentos en que éstos se debilitan, siempre existe, como contrapartida, la intervención externa para aquellos casos en los que no se está alcanzando determinados niveles de calidad. Lograr un equilibrio, siempre inestable, es el problema. En cualquier caso, primero capacitar, sólo en segundo lugar, presionar.

1. LA EVALUACIÓN DOCENTE EN LA AGENDA ACTUAL DE REFORMAS
La evaluación del desempeño docente y de los resultados obtenidos por los establecimientos escolares se ha ido convirtiendo en los últimos años en una cuestión estrella, ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir responsabilidades o para dar criterios de elección a los clientes. En paralelo a la evaluación de centros escolares, la evaluación del desempeño docente, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las políticas educativas, en una especie de “estado evaluador”, por lo demás ahora globalizado (Kellaghan y Greaney, 2001) con una comparación de resultados interpaíses (TIMSS, PIRLS o PISA, son los ejemplos más recientes). El auténtico reto actual es que lo que comenzó siendo un medio de mejora institucional no acabe siendo atrapado o colonizado por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la izquierda neoliberal de la “tercera vía”.

La política de reforma está ahora basada en estándares (“standards-based reform”) que, en el contexto anglosajón, define niveles de consecución deseables con una evaluación periódica. Junto a algunos Estados de USA, Nueva Zelanda y Australia, el Reino Unido ha sido uno de los países que ha instaurado en los últimos años un sistema de “pago por rendimiento”, como estrategia para incentivar la mejora vinculada al rendimiento obtenido por los alumnos. En este caso, los alumnos han de mostrar un progreso en sus resultados académicos al menos tan bueno como el de la media nacional, de acuerdo con los estándares fijados. A partir del curso 2000-2001 se ha instaurado en todos los centros escolares un sistema anual del ciclo de planificación, seguimiento y actuación del profesor. El sistema (“performance management”), además del carácter sumativo de la evaluación con consecuencias económicas, quiere tener una función formativa, orientando al profesorado a las correspondientes actividades de desarrollo profesional para la mejora en los próximos años (Reynolds, Muijs y Treharne, 2003).

En la actualidad, contamos con una pluralidad de formas y sistemas de evaluación docente y carrera profesional, tanto en la América Latina (Murillo, 2006), como en los países de la OCDE (2005; Eurydice, 2004). El asunto principal es cómo evitar que una evaluación de la práctica docente no caiga en un control burocrático, como frecuentemente ha sucedido; para –en su lugar– convertirse en una de las principales plataformas para promover el desarrollo profesional y, a la vez, una mejora de las prácticas docentes, lo que redundará –como consecuencia– en una mejora de los resultados de la escuela (Paquay, 2008: 30). De este modo, la evaluación del desempeño docente y la propia carrera profesional no es sólo una cuestión de gestión de recursos humanos, sino que deben inscribirse, de modo congruente, en una política educativa amplia de mejora. Como tantas cosas en educación, por sí misma y de modo aislado, suele tener escasos efectos para movilizar al personal docente por la mejora; en ocasiones, cuando está mal planteada, justo tiene los efectos contrarios.

El título que le he dado al artículo (“la evaluación de la práctica docente) es, deliberadamente, amplio y con una cierta ambigüedad, pudiendo referirse, conjuntamente a:

la evaluación que el propio profesorado, a título individual, hace de su desarrollo del currículum, a través de la evaluación de los alumnos;

autoevaluaciones que el profesorado, de modo colectivo (a nivel de grupo, Ciclos, Departamentos o escuela) en conjunción con sus colegas, hace de su práctica docente.

las evaluaciones externas del desempeño docente, por medio de estándares, niveles o competencias, referidas al aula o –sobre todo– al centro escolar.

Los tres sentidos están relacionados y deben complementarse. De hecho, en escala decreciente, si pudiera funcionar bien el primero, se solaparía con el segundo y, si la autoevaluación fuera una práctica extendida, no se requerirían evaluaciones externas. No obstante, me cifraré más ampliamente, por ser un punto álgido y de actualidad en las agendas políticas de mejora (Murillo, 2006), en la evaluación (externa) del profesorado. En el fondo, como señala Montero (2004), evaluar al profesorado equivale a evaluar la enseñanza, como su actividad profesional. En cualquiera de sus tres variantes, el objetivo final es asegurar una calidad de la educación. Los demás dispositivos (complementos, incentivos, carrera profesional, etc.) deben ser juzgados en función de dicho objetivo. La evaluación, por tanto, es el punto de partida para tomar medidas que contribuyan, según los déficits detectados, a incrementar dicha calidad.

A nivel internacional, como he dado cuenta en un trabajo (Bolívar, 2005), la práctica docente en el aula, tras permanecer en la penumbra u olvido con otros intereses, ha pasado a un primer plano. La preocupación actual por los resultados y la libre elección de centro escolar, enmarcadas en el neoliberalismo imperante, también han contribuido a ello. Al fin y al cabo, la calidad de la educación se juega en los procesos de enseñanza y aprendizaje vividos en el aula, aún cuando, para que estos sucedan, se deban ver acompañados de otros factores a nivel de escuela, política educativa y familias. En una cierta “tercera ola” (la primera sería por prescripciones externas y la segunda, por el trabajo conjunto a nivel del centro escolar) es preciso centrarse en la práctica docente en el aula que marcará, más que otras variables distantes, la diferencia en los resultados del aprendizaje de los alumnos (Hopkins y Reynolds, 2001). Por eso, el profesorado importa y mucho. De ahí la responsabilidad por hacer atractiva la profesión y configurar los lugares de trabajo como contextos estimulantes del aprendizaje, pues contar con buenos docentes es garantía de buenas experiencias de aprendizaje, como ha puesto de manifiesto un relevante informe de la OCDE (2005). Si la evaluación de la práctica docente puede contribuir a ello y cómo podría hacerlo, es el objeto de esta contribución.

La propia formación del profesorado ha de ser juzgada (Guskey, 2000) por su impacto en la mejora del aprendizaje de los alumnos, lo que requiere que incida primero en conocimientos, habilidades y actitudes del propio profesorado. Las demás variables (satisfacción de los participantes, cambios en modos de enseñar, en actitudes y creencias), para que sean efectivas, en último extremo tendrán que incidir en la mejora de la práctica docente. Como dice Elmore (2003a: 15), “el desarrollo profesional exitoso –porque está específicamente diseñado para mejorar el aprendizaje de los estudiantes– debería ser evaluado de forma continua y fundamentalmente sobre la base de los efectos que tiene en los logros de los estudiantes”. Por eso, uno de los parámetros para juzgar la formación (inicial y permanente) del profesorado es cómo contribuye a mejorar el propio aprendizaje de los profesores y, en último extremo, el aprendizaje de los alumnos.

Factores variados y confluyentes han contribuido, en la segunda modernidad, a situar la evaluación de la práctica docente en la agenda de las reformas, dentro de una era de la responsabilidad por los resultados (“accountability”). Por un lado, desde una lógica de política educativa, tanto desde políticas neoliberales como del “nuevo” laborismo, se ha incrementado la presión externa (descentralización y responsabilización de la escuelas, evaluaciones externas, elaboración de “ranking” y competencia para conseguir alumnos, etc.). Por otro, desde una lógica pedagógica, crecientemente se ha reconocido que las escuelas y su profesorado tienen un grado de responsabilidad en el aprendizaje de los alumnos, aún cuando haya otros factores asociados (gasto en educación, recursos disponibles, contexto sociocultural).

La creciente cultura o éthos gerencialista en el sector público está conduciendo a la creación de mecanismos de control, por un lado; o de autoresponsabilización, por otro, importando mecanismos de gestión privada que ponen el énfasis en los resultados o productos del sistema educativo, al servicio de las demandas de los clientes (Afonso, 1998). En este sentido se ha hablado de sociedad “performativa”, en la que –en último extremo– lo que importa es la evaluación de los resultados conseguidos por los alumnos. En una comunidad discursiva de la calidad, que empieza a ser dominante en los países anglosajones, se redefine la misma noción de “calidad” para incorporar en la evaluación, como es propio de una orientación al mercado, la percepción de satisfacción de los clientes. También, a medida que se delega mayor autonomía a los centros educativos, dentro de los nuevos modos de “gobernación” de la educación, como contrapartida se incrementa la necesidad de una evaluación periódica de los resultados obtenidos por las escuelas, aún cuando se tengan en cuenta las características del contexto. Que todo esto se oriente a garantizar una educación equitativa para todos o, en una perspectiva mercantil, a diferenciar escuelas y profesorado para elección de clientes, es la cuestión preocupante.



Extraído de rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html
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