lunes, 22 de junio de 2009

Posibles aportaciones de la evaluación para la mejora de los sistemas educativos

El artículo es de Alejandro Tiana Ferrer es profesor titular de Historia de los Sistemas Educativos Contemporáneos de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España. En la actualidad es Director del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.

No cabe duda de que el término «evaluación» es hoy moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas, la evaluación suscita un creciente interés en los sistemas educativos contemporáneos.
Fruto de ese interés cada vez más extendido ha sido la notable expansión registrada por la evaluación educativa en los últimos veinticinco años.

La preocupación por la mejora cualitativa de la educación está presente en la práctica totalidad de los países desarrollados o en vías de desarrollo. Existe, por una parte, la convicción de que los sistemas educativos actuales no funcionan de modo tan eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma y transformación emprendidos en muy diversos países exige una respuesta precisa. Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, siendo necesario indicar hacia dónde debe producirse, qué efectos cabe esperar y qué medios se dispondrán para valorar sus consecuencias. Así, puede decirse que hoy en día resulta imposible para las administraciones públicas obviar el debate sobre la calidad de la educación y los medios para mejorarla.

En el contexto de ese debate la evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales como la actuación profesional del docente, el proceso de diseño y desarrollo del currículo, o la organización y funcionamiento de los centros educativos. Entre las posibles aportaciones que puede realizar la evaluación para la mejora cualitativa de la educación, se han seleccionado aquí cuatro, consideradas las más relevantes.

Conocimiento y diagnóstico del sistema educativo
La primera de las funciones que desempeña la evaluación en relación con la mejora cualitativa de la enseñanza es precisamente la de proporcionar datos, análisis e interpretaciones válidas y fiables que permitan forjarse una idea precisa acerca del estado y situación del sistema educativo y de sus componentes. Es lo que se suele denominar función diagnóstica de la evaluación, íntimamente vinculada al nuevo estilo deconducción antes aludido. Dicha tarea de diagnóstico permite alcanzar un doble objetivo: en primer lugar, satisface la demanda social de información que se manifiesta de manera creciente en las sociedades democráticas; en segundo lugar, sirve de base para los procesos de toma de decisión que se producen en los diferentes niveles del sistema educativo, por sus diversos agentes.

La citada función diagnóstica abarca diversos ámbitos, sin circunscribirse a uno solo. En efecto, es bien sabido que la evaluación educativa comenzó refiriéndose primordialmente a los estudiantes y a sus procesos de aprendizaje, ya desde finales del siglo pasado, para ir posteriormente ampliándose hacia otros terrenos, en épocas más cercanas a la nuestra. Dicha ampliación se fue produciendo mediante la colonización de ámbitos cercanos, en lo que ha constituido un rasgo característico de su desarrollo.

Así, tras la amplia experiencia adquirida durante décadas en lo relativo a la evaluación de los aprendizajes alcanzados por los alumnos y a la medición de las diferencias existentes entre éstos, el siguiente ámbito abordado de manera rigurosa fue el de la evaluación de los programas educativos. Pero el cambio fundamental de orientación científica y práctica se produjo cuando las instituciones educativas y el propio sistema en su conjunto comenzaron a ser objeto de evaluación. Ese momento, relativamente cercano a nosotros en el tiempo, representó un hito importante en el desarrollo de la evaluación educativa.

Como consecuencia de dicho proceso, la evaluación ha ido abarcando ámbitos progresivamente más amplios, al tiempo que se ha diversificado. Es cierto que su práctica cotidiana sigue estando principalmente referida a los aprendizajes de los alumnos, aunque adoptando procedimientos más acordes con los nuevos modelos de diseño y desarrollo del currículo, de carácter más flexible y participativo que los tradicionales (OCDE, 1993). No obstante, en la medida en que los factores contextuales adquieren un lugar más relevante en el desarrollo curricular, resulta improcedente limitar el ámbito de la evaluación exclusivamente a los alumnos y a sus procesos de aprendizaje. Si el resultado de dichos procesos es el fruto de un conjunto de actuaciones y de influencias múltiples, no es posible ignorarlas.

En coherencia con dicho planteamiento, la nueva lógica de la evaluación ha llevado, en primer lugar, a interesarse por la actuación profesional y por la formación de los docentes, siempre considerados una pieza clave de la acción educativa. Otro tanto podría decirse del propio currículo, entendido como elemento articulador de los procesos de enseñanza y aprendizaje, y del centro docente, lugar donde éstos se desarrollan. Y llegados a este punto, no tiene sentido dejar fuera del foco de atención a la propia administración educativa ni los efectos de las políticas puestas en práctica. De este modo, el conjunto del sistema educativo se convierte en objeto de evaluación.

Como puede concluirse a partir de las líneas anteriores, los mecanismos de evaluación actualmente disponibles son capaces de suministrar una información rica y variada acerca del sistema educativo y de sus diversos componentes. Aunque no todos ellos sean igualmente accesibles a la tarea evaluadora, ni puedan menospreciarse las dificultades existentes para efectuar trabajos concretos en los diferentes ámbitos antes mencionados, parece suficientemente demostrada la capacidad de la evaluación para generar conocimiento válido, fiable y relevante acerca de la situación y el estado de la educación, como paso previo a la toma de decisiones susceptibles de producir una mejora de su calidad. A ello se hacía referencia al hablar más arriba de la función diagnóstica que cumple la evaluación.

Son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de evaluación diagnóstica de sus sistemas educativos, a menudo llevados a cabo por instituciones creadas al efecto (como es el caso, en España, del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación). Las modalidades en que dichos programas se concretan son muy variadas. En ocasiones adoptan la forma de pruebas nacionales, ya sean de carácter censal o muestral, o de operaciones estadísticas diseñadas al efecto; en otras, se trata más bien de una recogida de información de carácter administrativo. Más a menudo, se combinan ambos tipos de datos y de fuentes para la elaboración de informes de síntesis. También puede variar el grado relativo de utilización de métodos cuantitativos o cualitativos, tendiéndose cada vez más a combinar unos y otros, con el fin de explotar sus virtudes respectivas y reducir sus limitaciones.

Entre los mecanismos puestos en práctica para efectuar un diagnóstico del sistema educativo, quizás el más novedoso sea la elaboración y cálculo sistemático de indicadores de la educación, al que ya se hizo alguna alusión al comienzo. Si bien continúan estando sometidos a polémica, no cabe duda de que han tenido gran incidencia sobre los modos de concebir y utilizar la información acerca de la educación.
En efecto, los indicadores educativos han venido a transformar notablemente el campo de la estadística tradicional, siguiendo así una tendencia iniciada en otros ámbitos sociales hace más de treinta años y a la que se ha sumado recientemente la educación (CERI, 1994). El impacto producido se debe más a su significación y a la utilización que de ellos se hace, que a sus fundamentos técnicos y su procedimiento de obtención. En realidad, desde el punto de vista de su cálculo no son muchas las novedades que introducen, aunque no ocurre lo mismo en lo que se refiere a su definición y, sobre todo, su uso.

En el lenguaje educativo actual, se entiende por indicador un dato o una información (general aunque no forzosamente de tipo estadístico) relativos al sistema educativo o a alguno de sus componentes capaces de revelar algo sobre su funcionamiento o su salud (Oakes, 1986). El rasgo distintivo de los modernos indicadores es que ofrecen una información relevante y significativa sobre las características fundamentales de la realidad a la que se refieren. Desde esa perspectiva, además de aumentar la capacidad de comprensión de los fenómenos educativos, pretenden proporcionar una base lo más sólida posible para la toma de decisiones.

Son varios los motivos que sustentan el interés despertado por los modernos sistemas de indicadores: a) proporcionan una información relevante sobre el sistema que describen; b) permiten realizar comparaciones objetivas a lo largo del tiempo y del espacio; c) permiten estudiar las tendencias evolutivas que se producen en un determinado ámbito; d) enfocan la atención hacia los puntos críticos de la realidad que abordan. Fruto de ese interés han sido las diversas iniciativas desarrolladas, a escala nacional e internacional, para construir sistemas de indicadores de la educación, a varias de las cuales ya se ha hecho mención.

En conjunto, no parece exagerado afirmar que la construcción de indicadores de la educación está provocando la revisión de los mecanismos tradicionales de información acerca de los sistemas educativos. Y cualquiera que sea la conclusión final que se alcance sobre las posibilidades y los límites de los indicadores en cuanto mecanismos de información relevante y políticamente sensible, no cabe duda de que producirán un efecto beneficioso sobre la función diagnóstica que ya viene ejerciendo la evaluación.

Conducción de los procesos de cambio
Si la evaluación cumple una función permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.

Al hablar de cambio y de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea educativa y su incidencia social (Husen, 1988). Para otros, por el contrario, las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de cambiar las prácticas y la cultura de las escuelas y de los docentes (Gimeno, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos como sinónimos, estrictamente hablando.

No obstante, al hablar aquí de la influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos, dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos básicos del sistema educativo. En conjunto, puede afirmarse que el estudio de los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden para la comprensión de los fenómenos educativos (Fullan, 1991 y 1993).

Las tensiones y exigencias que experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.

Los procesos de cambio pueden abarcar diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales, que afectan a la división, secuencia y duración de las etapas educativas; curriculares, que afectan a la definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las escuelas; y organizativas, que afectan a las condiciones en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos. Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.

Más allá de la diversidad interna y multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan manifiestan un claro interés por evaluar sus efectos. Tanto por la inversión de recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la sociedad se realice a través de una evaluación cuidadosa y sistemática de los efectos producidos en las situaciones de cambio.

Dicha utilización es plenamente concordante con el concepto de conducción que antes se presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como alternativa a la evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema educativo en su conjunto.

De acuerdo con estas nuevas perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar una importante contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y riguroso de los efectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de obtener más y mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los procesos de cambio y de las reformas educativas.


Nota
Fuente:
http://www.rieoei.org/oeivirt/rie10a02.htm

lunes, 15 de junio de 2009

El interés actual por la evaluación de los sistemas educativos

El artículo es de Alejandro Tiana Ferrer es profesor titular de Historia de los Sistemas Educativos Contemporáneos de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España. En la actualidad es Director del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.

No cabe duda de que el término «evaluación» es hoy moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas, la evaluación suscita un creciente interés en los sistemas educativos contemporáneos.
Fruto de ese interés cada vez más extendido ha sido la notable expansión registrada por la evaluación educativa en los últimos veinticinco años.

Sin necesidad de remontarse a las primeras etapas en el desarrollo de la evaluación como disciplina y como práctica profesional, baste recordar el fuerte impulso que recibió en los Estados Unidos durante los años sesenta, primero como consecuencia de la aprobación de la Primary and Secondary Education Act en 1965, gracias a una enmienda encaminada a asegurar la evaluación de los programas puestos en práctica en aplicación de la misma, y posteriormente bajo la influencia de los debates generados por la publicación del Informe Coleman, en 1968.

La demanda de respuestas objetivas y fiables a las cuestiones suscitadas acerca del sistema educativo estadounidense favoreció la canalización de notables recursos económicos hacia las actividades de evaluación, produciendo como consecuencia un gran impacto sobre su desarrollo académico y profesional. La evaluación educativa experimentaría así un apreciable desarrollo a partir de finales de la década de los sesenta, cuya influencia se haría sentir progresivamente en otros países.

Mientras en los Estados Unidos se producía ese proceso, en el ámbito internacional se ponían en marcha otras iniciativas que se orientaban en la misma dirección. Entre ellas cabe destacar, por su envergadura y por su extensión temporal y geográfica, la constitución de la International Association for the Evaluation of Educational Achievement (I.E.A.), dedicada a promover y realizar estudios internacionales de evaluación educativa (Degenhart, 1990). Su noción del mundo como un «laboratorio educativo», cuya formulación se debe en buena medida a Torsten Husen, se reveló fructífera y capaz de inspirar un importante número de proyectos. El interés antes mencionado por la evaluación se ha manifestado también en este ámbito: si en los primeros estudios realizados en los años sesenta y setenta el número de participantes oscilaba entre seis y quince países, en los más recientes (Reading Literacy Study y Third International Mathematics and Science Study) toman parte entre treinta y cuarenta. No es casual que la práctica totalidad de los países desarrollados participen en la Asociación.

Otro elemento en apoyo de esta observación acerca del creciente interés por la evaluación de los sistemas educativos se encuentra en la experiencia de construcción de indicadores internacionales de la educación por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.). Así, en los años setenta dicha organización, que agrupa a los países con economías más desarrolladas, inició un proyecto con esa finalidad, en conexión con un intento más ambicioso de construcción de indicadores sociales cualitativos, que se saldó con un relativo fracaso. Las limitaciones del proyecto, las fuertes críticas que recibió y la parquedad de sus resultados demostraron su carácter prematuro (Nuttall, 1992). Sin embargo, a finales de los años ochenta, la O.C.D.E. retomó la idea y puso en marcha el Proyecto denominado INES, de Indicadores Internacionales de la Educación, que ha alcanzado un eco considerable. Hasta el momento, el proyecto ha producido tres volúmenes de indicadores bajo el nombre de Education at a Glance / Regards sur l’éducation, un conjunto de publicaciones de carácter teórico-práctico que incluye las visiones más actuales sobre la construcción y el cálculo de indicadores en diversos dominios educativos, además de originar una amplia red de especialistas y un conjunto relevante de conocimientos (CERI, 1994).

La experiencia de un buen número de países confirma lo que los anteriores ejemplos no hicieron sino esbozar. Así, desde finales de los años ochenta y durante los noventa se han puesto en marcha mecanismos institucionales, centros u organismos de evaluación de los sistemas educativos de países como Francia, Suecia, Noruega, España, Argentina o Chile; se han desarrollado planes sistemáticos de evaluación en el Reino Unido, Holanda, Francia, Argentina, Chile, República Dominicana o México; se han elaborado indicadores nacionales de la educación en Estados Unidos, Francia, Dinamarca o Suiza. Aun sin ánimo de ser exhaustivos, se comprueba fácilmente que el interés a que antes se aludía no deja de extenderse por regiones muy diversas. También los organismos internacionales han reaccionado a dicho ambiente, poniendo en marcha programas vinculados al desarrollo de las políticas de evaluación educativa. Tanto la ya mencionada O.C.D.E. como la UNESCO, la Unión Europea o la Organización de Estados Iberoamericanos, OEI, han traducido dicho interés en proyectos concretos.

Esta evolución y esta expansión han implicado importantes transformaciones en la concepción y en la práctica de la evaluación. En primer lugar, habría que hablar de cambios conceptuales, entre los que el ejemplo paradigmático es la sustitución de nociones monolíticas por otras pluralistas, y el abandono de la idea de una evaluación libre de valores. En segundo lugar, podemos referirnos a cambios metodológicos, caracterizados por la creciente tendencia a la integración de métodos cuantitativos y cualitativos. En tercer lugar, deben mencionarse los cambios en la utilización de la evaluación, con mayor énfasis en la concepción «iluminativa» que en la instrumental y la insistencia en el carácter político de aquélla. En cuarto y último lugar, pueden señalarse algunos cambios estructurales, caracterizados por una creciente inclusión de la evaluación entre los mecanismos de gestión de los sistemas educativos, una ampliación de sus ámbitos de cobertura y una mayor interdisciplinariedad (House, 1993).

En conjunto, todo ello pone de manifiesto un fenómeno nuevo que podríamos formular como la extensión de un interés creciente por la evaluación de los sistemas educativos, y que ha producido como efecto una rápida evolución de la evaluación entendida como disciplina científica y como práctica profesional. Un observador tan cualificado como E.R. House confirmaba de manera muy gráfica el cambio registrado:
«Cuando comencé mi carrera en evaluación hace más de veinticinco años, reuní todos los trabajos que pude encontrar en una pequeña caja de cartón en un rincón de mi despacho y los leí en un mes. Desde entonces, la evaluación ha pasado de ser una actividad marginal desarrollada a tiempo parcial por académicos a convertirse en una pequeña industria profesionalizada, con sus propias revistas, premios, reuniones, organizaciones y estándares». (House, 1993:1)


Nota
Fuente:
http://www.rieoei.org/oeivirt/rie10a02.htm

lunes, 8 de junio de 2009

Evaluación de la Práctica Docente

Finalizo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolivar sobre la temática de la evaluación docente:

COMBINAR LA NECESARIA MIRADA EXTERNA CON LOS PROCESOS DE MEJORA INTERNOS
La evaluación externa, orientada a la eficacia, y la autorrevisión basada en la escuela, más dirigida a la “mejora”, son dos modos en sinergia que están llamados a potenciarse mutuamente, a cuya conjunción podemos llamar “evaluación institucional” (Mateo, 2000). La mirada externa puede incidir internamente en la escuela cuando ya existe previamente una cultura de autoevaluación como una “responsabilidad compartida”. Así, la necesidad para un centro público de dar cuenta de la responsabilidad de sus propios resultados se combina con rendirse cuenta de sus propios avances, para tomar medidas a nivel local. Se plantea, pues, no sólo a nivel teórico sino práctico, la necesidad de conjugar una evaluación externa con una autoevaluación.
La autoevaluación institucional, como expresión de la capacidad interna y del sentido de apropiación de la institución, puede llegar a constituirse en una buena alternativa para un rendimiento de cuentas orientado a la mejora que, bien situado (“intelligent accountability” la llama Hopkins, 2007), puede ser también complementaria a evaluaciones externas y, al tiempo, una condición previa para que las evaluaciones externas puedan incidir internamente. Los resultados o recomendaciones de las propias evaluaciones externas sólo pueden ser bien procesados e incidir en la mejora si previamente existen equipos y procesos de autoevaluación. Como dice Elmore (2002),

El sistema escolar se caracteriza también por su débil autoevaluación institucional (internal accountability). Cuando uso este término, entiendo la intersección entre el sentido individual de responsabilidad, las expectativas de la organización sobre lo que constituye una enseñanza de calidad y buenos niveles de los alumnos, y los medios o procesos sistemáticos por lo que actualmente damos cuenta de lo que hacemos [...] Las escuelas en que estas cosas están alineadas cuentan con poderosos enfoques para la mejora de la enseñanza. Cuando no están alineados –y en una mayoría no lo están– las escuelas tienen grandes dificultades para responder a las presiones externas para mejorar los niveles de consecución” (p.8).

La mejora de la práctica educativa se tiene que inscribir en la mejora institucional de la organización. De ahí la necesidad de un compromiso por generar un trabajo en equipo o en colaboración que contribuya a hacer más efectivo al centro escolar como conjunto. Como proceso de trabajo, normalmente, la revisión interna basada en la escuela (otra forma de denominarla) parte de un diagnóstico inicial del centro (evaluación para la mejora) que aporte evidencias de lo que está pasando, para detectar necesidades y problemas que, una vez sea compartido por el grupo, debe inducir a establecer planes futuros para la acción. Pero, sobre todo, la evaluación va inmersa en “espiral” en el propio proceso de desarrollo institucional (evaluación como mejora), se van revisando y recogiendo información colegiadamente sobre la puesta en marcha de los planes de acción, qué va pasando, de qué forma y por qué, identificando prioridades, revisando y planificando sucesivamente lo que se ha hecho o se debiera/acuerda hacer.

La autoevaluación institucional se concibe dentro de un proceso de hacer de la escuela una comunidad profesional de aprendizaje, como espacio institucional para llevar a cabo proyectos conjuntos de mejora. Institucionalizar procesos y equipos internos de autoevaluación es, en ese sentido, generar procesos de innovación y mejora, para lo que deben tener con los oportunos apoyos de asesoría, entre los que se cuenta los datos provenientes de evaluaciones externas. Estos procesos de mejora se deben dirigir conjuntamente tanto a incrementar la calidad de los aprendizajes del alumnado, como a promover en los centros la capacidad para resolver los problemas, en nuestra actual coyuntura social y educativa. El problema es que una evaluación orientada hacia la mejora exige siempre la implicación y compromiso de la mayoría de los miembros (Bolívar, 2007).

No obstante, no es fácil en la práctica hacer complementarias una evaluación externa de la práctica docente y un proceso de mejora mediante autoevaluación institucional. En cuanto entran elementos de control o recompensas se torna imposible el diálogo entre ambas (Nevo, 1997). Sólo en un contexto de compromiso conjunto por la mejora pueden los procesos de autoevaluación tomar las evaluaciones externas como complementarias. De lo contrario, la evaluación externa no podrá incidir significativamente en la mejora interna, al ser percibida como un control, generando las consiguientes estrategias defensivas. Aquí primamos una concepción y práctica de la autoevaluación para mejora interna, lo que no impide mostrar sus dificultades e insuficiencias, por lo que apoyamos la conjunción de ésta con la evaluación más objetiva de indicadores de eficacia (Nevo, 2001).
El dilema es cómo combinar un sistema de rendimiento de cuentas externo, que inevitablemente tiende a una uniformidad (y, por tanto, que todos los profesores, independientemente de la escuela, deben alcanzar los mismos niveles de consecución de sus alumnos), con la variabilidad y particularidad de cada escuela, por lo que debieran estar especificados contextualmente. No obstante, esto no puede comportar, como comenta Nevo (1997), utilizar injustificadamente la autoevaluación como excusa para evitar las demandas de rendir cuentas de resultados o para presentarla como una alternativa a la evaluación sumativa. En la práctica cualquier proceso de evaluación, desarrollado por el profesorado de un centro escolar, que emplea como instrumento básico de mejora la evaluación formativa o autoevaluación, necesita también de una evaluación sumativa, que le sirva para demostrar su mérito y valor.

El profesorado de un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión, tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de evaluación externa. Así sucedió en España con el primer plan sistemático de evaluación de centros (Plan EVA en el Ministerio). Si una evaluación externa no va dirigida a dar información pública de los resultados (como prohibía la Ley) sino que quiere, como decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se preocupa por crear los necesarios procesos internos de revisión, está abocada a fracasar o, al menos, a no tener sentido su realización. De hecho se fue suprimiendo a partir de 1997.

En este sentido, como determina Elmore (2003a): “el rendimiento de cuentas interno precede al rendimiento de cuentas externo y es una precondición para cualquier proceso de mejora” (p. 28), porque, “la capacidad para mejorar precede y modela las respuestas de la escuela a las demandas externas de los sistemas de rendimiento de cuentas” (p. 31). Por eso, “ninguno de los incentivos que se administren de modo externo, ya se trate de recompensas o de sanciones, dará como resultado automático la creación de un proceso de mejora efectiva dentro de las escuelas y los sistemas educativos. [...] El efecto de los incentivos depende de la capacidad de cada escuela para traducirlo en planes de acción concretos y efectivos, y para llevar a cabo esas acciones” (pp. 29-30). En suma, si no hay capacidad interna de mejora malamente van a conseguir las presiones externas que la organización responda exitosamente en el sentido deseado por las presiones procedentes de rendimiento de cuentas externos.

Por eso, como desde un punto similar dice Nevo (1997), aquellos que estén interesados en la evaluación sumativa externa deberían preocuparse porque los centros escolares desarrollen mecanismos de evaluación interna, no para sustituir la externa, sino para hacerla más eficaz. En caso contrario, la evaluación externa engendrará actitudes defensivas y será percibida como un intento de controlar el funcionamiento de la escuela y un atentado contra la autonomía profesional, lo que en nada contribuye a la mejora. Hopkins (2007), si bien defiende la necesidad inequívoca de una prescripción política externa, al menos en los primeros estadios, mantiene que debe ser equilibrada con el objetivo último de que los propios centros escolares lideren su responsabilidad por la mejora. Por eso, para beneficio mutuo y sinergia común, las evaluaciones externas deben conjuntarse con procesos internos de autoevaluación. Un “inteligente” rendimiento de cuentas, como lo llama, debe preocuparse por asegurar procesos continuos y efectivos de autoevaluación en cada escuela, combinados –de modo coherente y equilibrado– con presión externa con datos procedentes de las evaluaciones. De este modo los procesos de mejora escolar se ven potenciados por los impulsos externos y prioridades políticas.
Sin embargo, la autoevaluación no es vía regia para la mejora. De hecho, sin una “cultura de evaluación” en cada centro escolar y en la propia profesión docente, por lo demás difícil de establecer a la vez que costosa en el tiempo y energías invertidas, no tendrán lugar de modo sistemático y sostenible en el tiempo. Cuando el modo habitual de trabajo es aislado e individualista, la autoevaluación no funciona a menos que haya incentivos y apoyo externo o, en otra dirección, se camine a un rediseño organizativo de los centros y del trabajo docente en línea con la configuración de la escuela como una “comunidad profesional de aprendizaje” (Bolívar, 2007).
Por lo demás, la reconceptualización del papel de la autoevaluación en la mejora se inscribe en la propia revisión del movimiento de mejora de la escuela (school improvement). David Hopkins, uno de los máximos promotores en su momento, también ha sido uno de los más críticos. Así de la Revisión Basada en la Escuela, como estrategia de mejora de la escuela, señalaba (Hopkins y Lagerweij, 1997: 88-89) que, si bien ha servido para que la escuela identificase prioridades para un desarrollo futuro, su repercusión en la eficacia escolar ha sido muy limitada, al no entrar en cómo implementar el desarrollo de cambios selectivos en un período dado de tiempo.

La Administración educativa, en tanto que garante del bien común, debe garantizar el derecho a la educación de la ciudadanía en unas condiciones formalmente equitativas. ¿Debe, entonces, garantizar unas buenas prácticas educativas? Sin duda. Además de una buena formación del profesorado, se requiere una política que promueva buenos procesos de enseñanza y aprendizaje (Darling-Hammond, 2006). El asunto es qué papel pueda tener la evaluación, cómo habría que hacerla, etc. La evaluación de la práctica docente no basta, será solo una pieza que, para contribuir a dicha mejora, deberá estar encajada de modo coherente con otras muchas medidas, entre ellas el consecuente apoyo en aquellos casos en que se precise. Hacer de las escuelas buenos contextos para la enseñanza y aprendizaje conjuntamente de profesores y alumnos exige un rediseño de las estructuras organizativas y del ejercicio de la profesión. Garantizar a todos los estudiantes el derecho de aprender es el reto, lo que implica que todo estudiante pueda contar con una escuela bien dotada y con un profesorado capacitado para llevarlo al máximo de sus posibilidades.



Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html

lunes, 1 de junio de 2009

CAPACIDAD INTERNA DE MEJORA COMO CONDICIÓN PREVIA

Continúo hoy con la publicación de un trabajo del prof. Antonio Bolívar sobre la temática de la evaluación docente:

La evaluación docente, en una adecuada teoría sobre cómo se produce la mejora, conduce a invertir en el conocimiento y habilidades de los profesores y rediseñar las condiciones de trabajo. Si los profesores no aprenden a trabajar de modo diferente y los centros continúan con la actual organización, no se podrá responder, dice Elmore (2003a) en una buena argumentación, a las presiones de conseguir determinados estándares en el rendimiento de cuentas. Este es el quid pro quo, que exige –por tanto– plantear la responsabilidad por los resultados de otro modo, como una “responsabilidad compartida”, como también sugiere Pedro Ravela (2006).
La responsabilidad por los resultados, desde un planteamiento ampliado, está configurada por las relaciones que se mantienen entre tres esferas: sentido individual de responsabilidad de los docentes, expectativas colectivas de la comunidad escolar, y sistema formal o informal de rendimiento de cuentas. Además del sistema de “accountability” externo que pueda darse, la responsabilidad interna por los resultados comprende “las normas compartidas, valores, expectativas, estructuras y procesos que determinan las relaciones en las escuelas entre las acciones individuales y los resultados colectivos” (Elmore, 2003b, 197-98). Por tanto, la acción individual y la colectiva están imbricadas: compartir expectativas sobre las capacidades de los alumnos, sobre las formas de conocimiento más importantes para obtenerlas, y sobre cómo evaluar los progresos. Esto supone un trabajo colaborativo para desarrollar una visión coherente de la escuela, en lugar de escuelas caracterizadas por una atomización e individualismo en el trabajo.

Por todo eso resulta más importante preocuparse por construir la capacidad interna de mejora (Bolívar, 2008b) que por diseñar políticas de rendimiento externo de cuentas. Se parte del convencimiento de que los cambios deben iniciarse desde dentro, mejor de modo colectivo, induciendo a los propios implicados a la búsqueda de sus propios objetivos de desarrollo y mejora de la escuela. El foco debe estar en ir construyendo la capacidad de la escuela para gestinar la mejora progresiva. Esta mejora se entiende como “la movilización del conocimiento, destrezas, recursos y capacidades en las escuelas y en los sistemas escolares para incrementar el aprendizaje de los alumnos.[...] La idea de mejora significa incrementos medibles en la calidad de la práctica de la enseñanza y en las capacidades de los alumnos a lo largo del tiempo” (Elmore, 2003a: 20).

Si decididamente se quiere mejorar las escuelas, más que presionar para que rindan externamente cuentas, evaluando la labor docente de su profesorado, es mejor invertir en capacitar al personal que trabaja en ellas. En lugar de focalizarse en medir el estado de las escuelas de acuerdo con estándares fijados para clasificar a los centros o establecer determinados incentivos, desde una teoría alternativa de la mejora, defiende Elmore, que pretenda superar la brecha (“gap”) entre evaluación y mejora, debe importar que el profesorado y los centros tengan las capacidades adecuadas como para dar respuesta a los estándares deseables. Por eso, mantiene Elmore (2003b),

“El mensaje central de este libro es que los sistemas de rendimiento de cuentas educativo funcionan –cuando funcionan– al lograr provocar la energía, motivación, compromiso, conocimiento y destrezas de la gente que trabaja en las escuelas y los sistemas de apoyo. Los sistemas de rendimiento de cuentas no ‘dan lugar’ directamente a que las escuelas incrementen la calidad del aprendizaje de los alumnos y sus realizaciones académicas. A lo sumo, desencadena una compleja cadena de sucesos que, en último extremo, pueden dar como resultado una mejora del aprendizaje y resultados” (p. 195).

Una evaluación de los centros y del profesorado no se sostiene si, paralelamente, no se preocupa por capacitar a ambos para poder responder y conseguir los niveles deseados. En particular, las escuelas con bajo rendimiento, que son las que nos deben primariamente importar, no mejoraran justo por clasificarlas como de bajo nivel, justamente porque carecen de capacidades para hacerlo mejor y, además, porque llegar a niveles aceptables será fruto de un proceso (largo) de desarrollo. En este sentido dice Elmore (2003b),

“Si es verdad, como nuestros estudios de caso parecen indicar, que las políticas estatales de rendimiento de cuentas están basadas en una teoría de la acción de que las presiones externas por los rendimientos están diseñadas para movilizar la capacidad existente, en lugar de crear nuevas capacidades, es posible que el efecto a largo plazo de dichas políticas, si las restantes cosas continúan igual, pueda ser incrementar la brecha en resultados entre escuelas con baja y alta capacidad. La relativa ausencia en nuestros estudios de caso de esfuerzos deliberados y sistemáticos para influir en la capacidad, hacen que esto sea un aspecto problemático” (pp., 207-208).

En esas condiciones, determinadas formas de evaluación, paradójicamente, contribuyen a frenar las iniciativas de mejora. Dado que lo relevante en educación no puede ser prescrito, porque –al final– será filtrado o modulado por centros y personas, la “nueva” política debe tender a “desarrollar las capacidades necesarias para llevar a cabo el trabajo requerido, así como también un compromiso firme y sostenido con el mismo, en lugar de presumir que sus directrices, sin más, vayan a provocar las nuevas ideas y prácticas planteadas”, señala con razón Linda Darling-Hammond (2001: 278).


Extraído de http://rinace.net/riee/numeros/vol1-num2/art4_htm.html
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