miércoles, 26 de junio de 2013

Secuelas de la evaluación en las escuelas

¿Cuáles son los procesos de evaluación que se desarrollan en las escuelas? ¿Dejan secuelas en los alumnos? ¿Qué sucede con el "etiquetado"? ¿Puede limitar el desarrollo de las personas? ¿Deberíamos pensar en otro tipo de evaluación?


"El árbol deforme del patio denuncia el terreno malo, pero la gente que pasa le llama deforme con razón". (Bertolt Brecht Malos tiempos para la lírica).

La educación puede ser un instrumento de transformación social, pero también un elemento de segregación, manipulación, alienación, control, inculcación, etc. El que sea una cosa u otra tiene mucho que ver con la evaluación y no tanto por su aspecto técnico, pese a que no resulta baladí la elección de métodos e instrumentos a utilizar, sino fundamentalmente que su trascendencia y las consecuencias que puede acarrear en las personas evaluadas reside en el enfoque que los distintos agentes de la comunidad escolar mantienen respecto a la dimensión política y ética de la evaluación.

La evaluación forma parte de toda construcción racional en la medida en que nos permite aprender a aprender. La idea de evaluar para la mejora, está instalada en la mayoría de las actividades socioeconómicas de nuestra sociedad, de forma que el término evaluación se asocia al de "calidad", aunque éste sea un término ambiguo, hasta el punto que nos puede parecer que evaluar es algo intrínsecamente bueno por el hecho  de hacerse. Sin querer entrar en planteamientos más complejos, sólo queremos llamar la atención sobre la generalización de los procesos de evaluación en la sociedad de mercado y constatar que si la evaluación es percibida como una de las caras visibles del sistema de producción vigente, es porque le es funcional.

De igual forma, la evaluación, que siempre ha formado parte del proceso enseñanza-aprendizaje, cada vez toma un mayor protagonismo en las reformas educativas y de forma casi inevitable se asocia con terminologías del mundo económico y empresarial. En la todavía actual LOCE, la evaluación se ha justificado como instrumento objetivo para determinar la calidad educativa distinguiendo lo que se sabe de lo que no se sabe, y todo ello en un marco que se ha venido en llamar "la cultura del esfuerzo". Parece no importar qué es lo que hay que saber, por qué hay que saber unas cosas y no otras, cómo valoramos lo que se aprende, por qué el fracaso escolar de los sujetos se individualiza y se aísla del contexto socioeconómico, se persigue la mejora de quién y de qué, etc. De forma paralela a esa extensión de la evaluación, cada vez queda más desdibujada la participación de los distintos agentes de la comunidad escolar: padres y madres, profesorado y alumnado, en las decisiones que configuran el currículum.

Entender la evaluación sólo como un proceso técnico nos aleja del conocimiento radical, en el sentido de ir a la raíz de las cosas, obviando según M. Foucault que el examen está presente en todos los dispositivos de disciplina, por lo tanto también en la escuela, donde de forma invisible y en procesos altamente ritualizados, combina las técnicas de la jerarquía que vigila y las de la sanción que normaliza, para permitir calificar, clasificar y castigar a los individuos.

El poder de la evaluación cuando ésta se reduce a examen, calificación, estandarización, etiquetado, etc. reside en que se inviste de instrumento objetivo para fijar cuál es el saber útil y necesario. Las  fuerzas que empujan ese poder toman forma de: "búsqueda de la eficacia", "generalizar la cultura del esfuerzo", "perseguir la rentabilidad del puesto escolar", etc., cuestiones que poco tienen que ver con el desarrollo integral de los sujetos.

La evaluación se convierte en un abuso cuando persigue comparar y generalizar mediante medidas estandarizadas la singularidad de cada alumno/a, cuando olvida dar protagonismo a los evaluados en su propio proceso de construcción del conocimiento, cuando olvida que la educación obligatoria es un derecho ciudadano y no una exigencia del mercado productivo, cuando las exigencias de mejora se centran casi exclusivamente en el alumnado y cuando el profesorado dejamos de preguntarnos por el modelo de evaluación en el que nos situamos porque ello indica el modelo de sujeto que queremos formar.

Gran parte de las secuelas de ese enfoque restrictivo de la evaluación que en gran medida se sustenta en no asumir la naturaleza política de la evaluación, se hacen evidentes para quienes trabajamos en la educación permanente de personas adultas y pueden, por su necesidad temporal, pasar desapercibidas para los docentes de etapas de escolarización obligatoria.

Suele ser frecuente al comenzar el curso con personas adultas, pedir a los alumnos/as que nos cuenten sus experiencias en la escuela obligatoria, sus pretensiones al regresar a la enseñanza reglada, etc. Con frecuencia nos encontramos con personas que nos dicen cosas como: "yo es que en matemáticas siempre he sido un desastre, ¡ya me lo decían mis profesores!"; "yo siempre he querido estudiar pero no valgo"; "tengo la cabeza muy dura y me cuesta mucho aprender", etc.

Siempre me ha sorprendido la eficacia del proceso de atribución de juicios de valor que han sufrido en la escolarización obligatoria estos alumnos/as. Incluso cuando en otras esferas de su vida social mantienen posiciones críticas, al expresar su relación con la escuela y después de haber sido etiquetados de fracasados, siguen asumiendo que los únicos responsables son ellos.

La complejidad de estos procesos de etiquetado reside en que los sujetos son extraídos del mundo de la "normalidad" y bajo la retórica de ayudarles se les introduce en programas de refuerzo, programas de compensación, etc. Al introducirlos en categorías generales, nunca neutras, como: "tonto", "torpe", "lento", etc. se sitúa al sujeto por encima de su singularidad, olvidando las diferencias en ritmos de aprendizaje, en modos de percibir y en formas de comprender significados. El proceso de normalización que está detrás de toda esta trastienda hace que los etiquetados adquieran el estatus de inferiores y, aunque no es la causa única, en gran medida esa etiqueta les perseguirá durante toda su vida en la institución escolar.

Mediante una atribución permanente, ante cada dificultad, en cada error y en cada tropiezo se asumirán explicaciones de su conducta que confirmarán su etiquetado, algo que el propio sujeto acabará asumiendo como una parte esencial de su ser. Junto a esto, el proceso de etiquetado tiene también una proyección de aprendizaje social, ya que enseña desde la más temprana edad que las diferencias y la clasificación es una parte natural de la vida y que estas diferencias son marcadas desde el poder.

Las secuelas del etiquetado escolar no son fáciles de eliminar y con frecuencia son utilizadas por otras instituciones para confirmar la adscripción de los sujetos a las categorías asignadas. En este sentido, la escuela actúa de reproductora del sistema de desigualdades sociales, olvidando que las categorías empleadas en los procesos de etiquetado de los alumnos/as son elaboraciones sociales y económicas y no son propias de los sujetos. Desgraciadamente cuando a un alumno/a se le etiqueta en un escenario como la escuela, donde esos juicios de valor están investidos de credibilidad y no son necesarios justificar más allá de la media estadística, hace que las miradas se centren en la persona etiquetada y no en el contexto, ni en la institución, ni en la ideología del evaluador, etc.

Si tomar conciencia de la naturaleza política de la evaluación implica indagar, cuestionar y posicionarse ante los planteamientos que relacionan el poder y el saber, la naturaleza ética de la evaluación debe hacernos reflexionar sobre cuestiones de cómo el mundo de los significados, entendamos todo tipo de conocimiento escolar, se alejan del mundo afectivo, y cómo nos posicionamos fundamentalmente los evaluadores frente a los evaluados. El profesor Miguel A. Santos señala al respecto: "la evaluación, frecuentemente, no sólo se limita a aplicar etiquetas, a efectuar comparaciones, sino que establece causalidades con gratuidad".

Reflexionar sobre la ética es un poco navegar contra corriente en tiempos de dominio de la ideología neoliberal, dónde la ética se reduce a una cuestión privada, cuando no, a una cuestión de estética. No parecen ser buenos tiempos para la lírica, pero tal vez conocer las dramáticas secuelas que quedan en los alumnos/as cuando se ignoran estos planeamientos nos puede sensibilizar en ello.

Hace algunos cursos, un alumno de treinta y cuatro años que llamaremos Alfonso, me sorprendió e impactó especialmente cuando narraba sus recuerdos del colegio. En sus palabras noté la fuerza con que se fijan los juicios de valor de los que tenemos el poder de enseñar y cómo se asumen calificativos que marcan y condicionan, convirtiéndose en profecía autocumplida, toda una vida: "Mis recuerdos de la escuela son algunos buenos y otros traumáticos. Me encantaba el lenguaje, sociales y naturaleza, con las matemáticas pasaba casi lo mismo; no se puede decir que me encantara porque más bien me aburrían, pero también me gustaban. Hasta que pasé a tercer curso de EGB y llegó mi pesadilla. La pesadilla tenía forma de mujer, la señorita Encarnación. Yo trataba de aprender para saber más, pero era más lento que el resto de la clase. Llegó el momento de memorizar las tablas de multiplicar (sólo con recordarlo me salen borrones en lo que estoy escribiendo), yo estaba muy ilusionado cada vez que memorizaba una tabla, pero tardaba por lo menos tres semanas en grabar en mi memoria una o dos y eso a la señorita Encarnación no le gustaba, pensaba seguramente que era un vago que se negaba a aprender. Comenzaron las humillaciones, calificativos negativos en presencia de los demás compañeros de clase, las risas crueles de burla por parte de los mencionados compañeros y los castigos de pie en el pasillo. Todo eso degeneró en un trastorno maníaco-depresivo, una misoginia aguda y un terror o fobia al color verde en sillas y mesas. Mi opinión es que yo pude ser muy buen estudiante, sólo necesitaba clases especiales para alumnos lentos y no que me torturaran psicológicamente. Aún así, no me resigno a ser un ignorante. Salvaré este bache de las cuentas y aprenderé y cuando saque mi graduado, pondré una fotocopia del mismo en la lápida de la señorita Encarnación y debajo pondré: no era tonto".

El paso de Alfonso por la escuela fue un tormento personal y como una crónica anunciada acabó no completando la educación básica y por ello nuevamente etiquetado, esta vez socialmente, de "fracaso escolar". Sería simplista analizar todo el devenir de este alumno en la institución escolar en base al proceso de etiquetado que sufrió, pero resulta evidente el daño moral ocasionado, hasta el punto que asume una personalidad que él mismo califica de maníaco depresiva y misógina.

La reflexión ética de la evaluación debe alejarnos de tecnicismos y centrarnos en el desarrollo integral de los sujetos. Como afirma el profesor Miguel Ángel Santos  "No se trata de evaluar mucho. Ni siquiera de evaluar bien. Lo que realmente importa es poner la evaluación al servicio de los valores y de las personas que más lo necesitan". Debe alejarnos de una cultura de la supervisión donde el fin es corregir, para situarnos en una cultura de aprender a aprender. Cambiar una evaluación jerarquizada, centrada en el alumnado, para evaluar también el currículum, el profesorado, la organización, el sistema educativo, etc. y todo ello en procesos donde participe toda la comunidad escolar.

La ética de la evaluación debe alejarnos de la pedagogía por objetivos, de la ética de los fines y situarnos en lo que Habermans llama "la ética de los procedimientos". Sólo considerando los procedimientos del proceso enseñanza-aprendizaje dejaremos de hacer de los instrumentos como la evaluación un fin en sí mismo, y asumiremos que no todas las perspectivas de evaluación se imbrican con una pedagogía liberadora. De igual forma que asumir un modelo cualitativo y una perspectiva etnográfica de la evaluación significa apostar por un sujeto transformador, significa reconocer la subjetividad y los límites de toda interpretación de la realidad del otro y significa sobre todo mirar al futuro e imaginar un mundo que pudiera ser.

"Las secuelas del etiquetado escolar no son fáciles de eliminar y con frecuencia son utilizadas por otras instituciones para confirmar la adscripción de los sujetos a las categorías asignadas. En este sentido, la escuela actúa de reproductora del sistema de desigualdades sociales."

"La educación puede ser un instrumento de transformación social, pero también un elemento de segregación, manipulación, alienación, control, inculcación, etc."

"Habría que evaluar también el currículum, el profesorado, la organización, el sistema educativo, etc. y todo ello en procesos donde participe toda la comunidad escolar".

"La evaluación se convierte en un abuso cuando persigue comparar y generalizar mediante medidas estandarizadas la singularidad de cada alumno"

Autor
Pedro Valderrama Bares
Maestro y Licenciado en Pedagogía


jueves, 20 de junio de 2013

Evaluar es comprender para mejorar

Evaluar es muy complicado, es ir más allá de simples mediciones, llevadas a cabo con instrumentos cuantitativos. Se debe tener en cuenta numerosos factores socioeconómicos, afectivos y culturales. Todo esto teniendo en la mira el logro de mejoras en el proceso de maduración.

Un semáforo perverso
"La educación Infantil tiene por finalidad contribuir al desarrollo de todas las capacidades de los niños y niñas". "La evaluación en Educación Infantil pretende señalar el grado en que se van desarrollando las diferentes capacidades...". "La valoración del proceso de aprendizaje se expresará en términos cualitativos,..." (ORDEN sobre evaluación en Educación Infantil)

En Educación Infantil se pretende que la evaluación sea cualitativa, que explique cómo va desarrollándose las capacidades de cada cual, pero vemos, con demasiada frecuencia, los informes de evaluación de los pequeños como un conjunto de conductas en las que aparece coloreado en un semáforo, en rojo o verde, si las conductas han sido conseguidas o no. Estos informes de evaluación son percibidos por las familias, lógicamente, de forma cuantitativa: "mi hijo tiene tres rojos", "mi hija tiene más verdes". En otras ocasiones los colores son sustituidos por "Mejora adecuadamente" o "Necesita mejorar", en un intento de poner palabras donde sólo hay posibilidades de poner dos criterios, bien o mal. No creemos que la educación de cada niño y niña pueda reducirse a un sistema binario de posibilidades, como si de un circuito electrónico se tratara.

No podemos evaluar lo complejo con instrumentos simples, ya que lo cualitativo se vuelve cuantitativo con evaluaciones que simplifican la riqueza del comportamiento humano. Lo importante no es saber si alguien tiene o no adquirida una conducta, sino especificar el grado de desarrollo que va adquiriendo, sus dificultades, cómo podemos ayudarle a mejorar, qué problemas le genera sus déficit, cuáles son los logros, qué debemos cambiar en nuestras actuaciones para mejorar.

La escuela ha heredado una concepción estadística, que pervierte notablemente la evaluación del alumnado. La representación gráfica en la que un conjunto de alumnos es normal, un pequeño grupo está por debajo de la norma y otro pequeño grupo por encima de lo normal, acaba forzando al grupo a comportarse de esta forma. Proponemos cambiar la cultura escolar mediante una concepción madurativa de la evaluación, en la que cada cual, a lo largo de su historia personal y en relación con los demás va desarrollando y mejorando sus capacidades.

Evaluar para mejorar
Como reza el título de un libro de Miguel Ángel Santos Guerra, evaluar es comprender y, en Educación Infantil, evaluar es comprender a los niños y niñas para ayudarles a mejorar en su proceso educativo.

Evaluar es comprender qué se juega en las relaciones con los iguales: sus celos, riñas, aislamientos, capacidad de frustración, limitación de deseos...; comprender cómo se manifiestan los conflictos en estas edades; indagar sobre el particular modo de aprender de cada cual; comprender el laberíntico camino que describen sus aprendizajes, sus relaciones, su autonomía, su pensamiento, sus emociones, sus sentimientos.

Evaluar es comprender qué sucede en el periodo de adaptación al centro escolar, en ese tránsito de la casa a la primera institución social. La llegada al colegio por primera vez está llena de pérdidas y ganancias y hay que saber cómo lo vive cada cual para ayudarles a superarlo, organizando actividades de tránsito, generando dinámicas afectivas que den seguridad, creando espacios atrayentes que mitiguen la pérdida temporal de la familia.

Evaluar es comprender qué le pasa a una chica de mi clase cuando no atiende las explicaciones. Quizás, al nacerle su hermano demasiado pronto, ha tenido que hacerse mayor de golpe, sin estar aún preparada. Se hace necesario apoyarla en esos momentos de debilidad, tener paciencia, ayudarle a resituarse en la familia, a buscar un lugar importante y único en el que se encuentre querida.

Evaluar es comprender por qué un alumno extranjero de mi aula no habla en la asamblea, posee déficit de atención y necesita moverse continuamente. Quizás, al vivir a caballo entre su país de origen y España, no acaba de echar raíces en ningún sitio. Es posible que necesite tiempo para aclararse de dónde es.

Evaluar es comprender el sufrimiento de una alumna que está siempre en la cocinita y nunca tiene ganas de hacer el libro. Las continuas peleas de sus padres paralizan sus neuronas y necesita diariamente acunar a un muñeco para relajarse o jugar a ser una enferma que los demás curan mediante el juego simbólico.

Evaluar es comprender por qué a un chico muy inteligente de mi aula se le mueve todo el cuerpo sin que repare en ello. No es solución castigar lo que ni él mismo controla. Y es que no tuvo en su momento la lenta mirada de una madre que con su arrullo relajara su cuerpo. Y podemos ayudarlo dándole espacios y tiempos para que se mueva y creándole un nuevo lecho emocional en la casa y el colegio para que se sosiegue.

Evaluar es comprender que alguien pueda poseer un elevado nivel lógico y matemático, pero manifieste la emoción de un bebé de dos años. Y debemos ayudarle a madurar y controlar sus sentimientos sin exigencias excesivas, valorando sus logros.

Evaluar es comprender a una chica insegura que siempre hace lo que hace la amiga de turno, porque los gritos y descalificaciones constantes de su madre no le ha dado la seguridad suficiente para nadar en soledad; y debemos esforzarnos en valorar todo lo que hace para que vaya cogiendo confianza en sí misma.

Evaluar es comprender el alma errática de un inmigrante que vive con un familiar a la que llama mamá porque lo trajo de su país cuando se casó con un señor de aquí, al que debe llamar papá, pero tiene otro padre y otra madre y un montón de hermanos en el otro continente a los que hace tres años que no ve, y no comprende nada. Y debemos ayudarle a componer el puzzle emocional de su familia, mientras aprende a escribir "mamá".

Evaluar es comprender por qué la más pequeña del aula está todo el día haciendo libro y preguntando al maestro constantemente con tareas escolares; y no es porque sea una chica muy aplicada sino porque necesita un padre que sea cariñoso con su madre y el maestro parece un buen candidato, y busca estrategias para estar el máximo tiempo cerca de él, agradándole y demandando cariño.

Evaluar es comprender a un chico muy inmaduro que evita toda tarea escolar, porque le es imposible dejar huellas en un papel porque sus padres no han tenido tiempo de dejar huellas de caricias en su cuerpo al estar muy ocupados con el trabajo.

Evaluar es comprender el mutismo de un chico que tuve hace tiempo y cómo dejó de hablar sin ninguna justificación aparente cuando su madre desapareció de su vista durante varios días al cumplir los 2 años. Y es que fue al hospital con otro hermano que había tenido un accidente y se sintió abandonado. Y se hacía necesario elaborar esa herida en su mente, mediante el juego y el dibujo, hasta que un día decidió que podía hablar. Y dejamos de darle logopedia y demás bricolaje de la boca porque un buen diagnóstico no apuntaba sobre déficit fisiológico sino emocional.

Evaluar es comprender por qué un alumno líder de la clase es tan querido por todos, y sobre todo por todas. Y es que un niño muy amado y valorado por su familia muestra una seguridad en sí mismo que atrae a todo el que se le arrima.

Evaluar es comprender cómo a pesar de que en el aula se trabaja las mismas actividades hay niños y niñas que aprenden más rápidos que otros o que aprenden cosas diferentes. Y es que el medio social es muy determinante. Es por ello que intentamos crear en clase un ambiente cultural del que se impregnen cada día, sobre todo los que no tienen esa posibilidad en sus casas.

Evaluar es comprender que los niños y niñas son seres reflexivos y activos en sus aprendizajes, y es necesario crear espacios y tiempos en los que ellos elijan trabajar sus deseos, necesidades e intereses de forma voluntaria.

Evaluar es comprendernos a nosotros adultos y saber mirarnos en nuestro papel de educadores, y detectar por qué gritamos a unos y tenemos paciencia con otros, por qué somos comprensivos unos días y otros somos demasiados exigentes, por qué tenemos tantos miedos a los padres cuando ellos también están cargados de miedos e inseguridad ante el reto de la educación. Y es que educamos con lo que somos y no con lo que sabemos.

Evaluar es comprender que los niños y niñas tienen diferentes niveles de maduración, diferentes estilos cognitivos, distintas relaciones afectivas y personalidades, vienen de diferentes contextos culturales, etc.; por tanto, no todos aprenden a la vez las mismas cosas. Es necesario respetar los ritmos y características personales de cada cual. El medio sociocultural es muy determinante. Si exigimos a todos un mismo nivel estamos marginando a los menos favorecidos.

Evaluar, en suma, no es la cuantificación objetiva mediante técnicas perfectas de las capacidades de cada uno, sino la toma de conciencia de lo que hacemos, de nuestras capacidades, de nuestras carencias, de nuestra singularidad, de nuestras posibilidades, de nuestros deseos, de nuestra identidad,... para poder mejorar como persona y como comunidad educativa.


Autor
Cristóbal Gómez Mayorga
Maestro y licenciado en Pedagogía
En Ceapa
Número 86.

jueves, 13 de junio de 2013

Paradojas en la Evaluación Educativa

En la actualidad, los productos tecnológicos y científicos se deben a una “inteligencia colectiva”, eso lleva a la escuela a apuntar hacia el aprendizaje cooperativo ¿La evaluación es coherente con esta corriente? Por otra parte ¿Se revisan las prácticas evaluativas? ¿Son efectuadas en un contexto de participación democrática? ¿O son modelo de autoritarismo? Las siguientes reflexiones, de M A Santos Guerra, pensadas para el contexto universitario, sirven para pensar sobre el tema.


Aunque se insiste en la importancia del trabajo en grupo y del aprendizaje cooperativo, los procesos de evaluación son rabiosamente individuales.

El carácter individual de la evaluación se manifiesta en las actas y también en todo el proceso de recogida de información por parte de los profesores. Aunque se realicen trabajos de grupo, el profesor tiene la preocupación de saber qué ha hecho cada uno.

Esta individualización se da también en el profesorado. La fragmentación del currículum tiene una muestra clara en los procesos de evaluación. Cada profesor evalúa en su asignatura y casi nadie se pregunta, cómo es posible que existan diferencias tan acusadas entre los resultados que obtienen los mismos alumnos con profesores distintos. A veces, esa diferencia se produce entre dos profesores que imparten la misma asignatura en grupos paralelos.

No existe una pregunta global sobre el aprendizaje realizado por los alumnos, en general; o por cada alumno, en concreto. ¿Quién se pregunta si salen los alumnos adecuadamente formados?.

La cultura neoliberal en la que estamos inmersos impregna las esferas escolares (Pérez Gómez). Es probable que esta cultura esté subrayando los mecanismos tendentes al individualismo y a la competitividad.

A pesar de la importancia que se concede al trabajo de grupos, la evaluación tiene un carácter rabiosamente individualista tanto para el alumno como para el profesor.

Las actas tienen un carácter exclusivamente individual. Cada alumno se encuentra con su calificación. El profesor, al final del proceso, tiene que poner una nota a cada uno.

Paradoja
Aunque la Universidad investiga desde el cosmos en su conjunto hasta el más pequeño microorganismo, pocas veces centra su mirada sobre sus propias prácticas (en concreto, sobre la evaluación que se practica en sus aulas).

Se caracteriza la Universidad por sus exigencias y compromisos de investigación. Es consustancial a la Universidad, la preocupación por la indagación científica. Ahora bien, resulta sorprendente que sean objeto de análisis cualquier tipo de fenómenos y problemas, cualquier tipo de objetos o materias, pero que casi nunca se pose esa mirada escrutadora sobre sus prácticas institucionales.

Pocas veces ha sido la evaluación de los aprendizajes objeto de investigación por parte de los docentes: ¿qué expectativas tienen los alumnos y los profesores sobre los procesos de evaluación?; ¿cómo se corresponden enseñanza y aprendizaje?; ¿qué factores influyen en la selección de contenidos de la evaluación?; ¿cómo influye el «efecto halo» en la aplicación de criterios?; ¿qué efectos produce en el estudiante el etiquetado de la calificación?...

Cuando se indaga sobre la evaluación (en las Facultades y Escuelas) se eligen como objeto de estudio otros niveles del sistema. No es difícil encontrar investigaciones de profesores universitarios sobre la forma de plantear la evaluación en Primaria, en la ESO o en Bachillerato, pero pocas veces se pone el foco del análisis en los procesos de evaluación de la Universidad.

Obsesionados por las nuevas corrientes, se pone el énfasis en los resultados académicos de los alumnos, como si ese fuera el único indicador de la calidad de las instituciones universitarias.

Paradoja
Aunque la enseñanza universitaria debería encaminarse a la consecución de la racionalidad y de la justicia de la institución y a una transformación ética de la sociedad, la práctica de la evaluación constituye un ejercicio de poder indiscutido.

Se debería insistir con más intensidad y frecuencia en las dimensiones éticas de la evaluación. Creo que la evaluación no es fenómeno meramente técnico o científico; sino que tiene profundas dimensiones morales.

La preocupación de House por las cuestiones relativas a la justicia me parecen sustanciales. Una forma determinada de entender y de practicar la evaluación favorece a unos y perjudica a otros. No hay práctica educativa aséptica o neutral.

Recuerdo aquí la ya lejana en el tiempo, pero cada vez más necesaria llamada en la actualidad:
«La evaluación, como otros campos de la investigación, está sitiada por un buen número de persistentes dilemas, algunos técnicos, algunos éticos y algunos, yo sugeriría, políticos» (Barry McDonald).

 Todavía es más contundente la vinculación de los procesos evaluadores a la ética, si se considera que en sí mismos encierran situaciones de poder. Puede suceder que el alumno no tenga libertad de opinión si se siente amenazado por el profesor que tiene el poder de aprobar o suspender.

He visto cómo algunos alumnos emitían opiniones más libres cuando habían recibido ya las últimas calificaciones por parte del profesor.

Cuando hablamos de evaluación educativa, no sólo nos referimos a una evaluación que tiene como escenario la institución educativa y como objeto las cuestiones relativas al aprendizaje; sino que educa al hacerse porque respeta a las personas y desarrolla la justicia y la equidad.



Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad española


jueves, 6 de junio de 2013

Paradojas en la evaluación

La concurrencia a los Centros Educativos, cualquiera sea su nivel, supone fundamentalmente la intención de aprender, por lo que la Evaluación debe ser el instrumento para su medición ¿Es esto verificable en la realidad? ¿Interesa aprender o aprobar? Por otra parte ¿Qué tipo de reflexiones merecen los reprobados? ¿Ayudan a la mejora? Las siguientes reflexiones, pensadas por M A Santos Guerra, para el contexto universitario, tienen la finalidad de permitir pensar sobre nuestras propias prácticas. 
  


Aunque la finalidad de la enseñanza es que los alumnos aprendan, la dinámica de las instituciones universitarias hace que la evaluación se convierta en una estrategia para que los alumnos aprueben.

La cultura que genera la evaluación potencia unas formas de actuar y de pensar conducentes a la búsqueda del éxito. Éxito que se sustenta en la obtención de calificaciones excelentes. Cuestiones relativas al saber, al deseo de saber, al disfrute del aprendizaje, se desvanecen bajo la presión del resultado. ¿Has disfrutado aprendiendo?. ¿Has aprendido cosas relevantes? ¿Tienes ganas de seguir aprendiendo? He aquí preguntas intrascendentes al lado de las más apremiantes y pragmáticas: ¿Has aprobado? ¿Qué nota has sacado? Con las calificaciones que has obtenido, ¿puedes conseguir la beca?

Más importante que aprender es aprobar. La sociedad, la familia, la institución y los propios alumnos se meten en esta endiablada y absorbente filosofía.

«Del placer de aprender se pasa a la obligación de aprobar, lo que provoca la pérdida de la inocencia intelectual».

Los indicadores que confirman esta paradoja pueden rastrearse fácilmente en la práctica de la docencia universitaria. Veamos algunos:

La utilización de la tutoría se intensifica en las vísperas de los exámenes y en las fechas de entrega de calificaciones. La tutoría se vincula al examen, a la calificación, al resultado. En definitiva, la tutoría se utiliza, sobre todo, para aprobar; no tanto para aprender. En los períodos destinados al aprendizaje hay menos consultas, menos encuentros de tutores y aprendices.

La reprobación o el elogio de las familias se centra en la eficacia que se manifiesta a través de los buenos o malos resultados. ¿Cuántas te han quedado?, ¿qué notas has sacado?; son preguntas típicas que se plantean en los días posteriores a los exámenes. Pocos alumnos se encontrarán con padres/madres preocupados por preguntar a sus hijos: ¿Has aprendido cosas interesantes?

Para saber cuántos alumnos están matriculados en una asignatura no hay que ver quiénes asisten a las clases sino quiénes están en los exámenes. Esa es la hora del auténtico recuento.

La práctica de algunas Facultades en las que se interrumpe la actividad docente durante varias semanas para dedicarlas a los exámenes es también significativa. Los alumnos se encierran en sus casas o en la biblioteca, y en esas fechas preparan las pruebas que les han de llevar al éxito o al fracaso.

Para comenzar el curso académico pasado pregunté a mis alumnos: ¿Cómo os defraudaría vuestro profesor durante el curso? Yo contesté también a esta otra pregunta: ¿cómo me defraudarían mis alumnos? Entre mis sugerencias aparecía una en la que les planteaba que me defraudarían si les viese obsesionados por la calificación y poco preocupados por el aprendizaje. Alguien dijo: «Para entrar en los Departamentos de la Universidad, sin ir más lejos, se tienen en cuenta -entre otros méritos las calificaciones. ¿Cómo no obsesionarse con ellas?». Hicimos una comisión (compuesta ahora por alumnos y profesor) para contestar a esta nueva cuestión: ¿cómo nos defrauda el sistema a profesores y alumnos?

Cuento esta anécdota porque, efectivamente, los comportamientos de los alumnos están condicionados por los contextos organizativos y sociales en los que se mueven.

Paradoja
A pesar de que la nota de corte para el ingreso en algunas especialidades es alta, cuando existe fracaso en la primera evaluación se atribuye la causa a la mala preparación que han tenido los alumnos en los niveles anteriores.

Resulta sorprendente que alumnos que han sido considerados excelentes estudiantes durante etapas anteriores, consigan masivamente malos resultados en la primera evaluación realizada en la Universidad.

Cuando esto sucede, suele explicarse el fracaso masivo, por muy poco rigurosa que sea la argumentación, por la escasa y mala preparación que han recibido los alumnos en los niveles anteriores.

Este tipo de fenómenos requiere un análisis más riguroso que el que suele hacerse, frecuentemente simplista y exculpatorio. No voy a negar que pueden existir causas que estén en el origen de fracaso y que puedan echar sus raíces en la mala preparación, pero aún entonces, habrá que coordinar los niveles, interpelar a los profesionales, replantear los currícula, etc. Cuando no se hace así, los alumnos padecen las consecuencias de la irracionalidad y de la injusticia de un proceso como la evaluación que se carga de poder y de exigencias, pero que no genera reflexión y cambio.

El fenómeno inverso también existe. Es decir, que alumnos que han obtenido resultados deficientes en etapas anteriores al llegar a determinadas especialidades se conviertan -sin sorpresa en estudiantes que obtienen excelentes calificaciones.

No se plantean en los Departamentos (ni lo hacen tampoco los profesores que suspenden) reflexiones conducentes al análisis de las causas de ese fracaso. Tampoco se hace un análisis sobre el éxito sorprendente en otros estudios. Lo cual quiere decir que la evaluación no es una ocasión de análisis ni de mejora de la práctica.

La simplificación de las explicaciones no sólo tergiversa la realidad; sino que pervierte la utilización del conocimiento. Es decir, que cuando se atribuye el fracaso a la mala preparación que traen los alumnos o a su pereza o falta de interés, los profesores no tienen que revisar nada sobre sus prácticas o sobre la organización de la actividad. La simplificación suele utilizarse para defender intereses particulares y posiciones nomotéticas en las instituciones.


Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad española

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