Aunque la finalidad
de la enseñanza es que los alumnos aprendan, la dinámica de las instituciones
universitarias hace que la evaluación se convierta en una estrategia para que
los alumnos aprueben.
La cultura que genera la evaluación potencia unas formas de
actuar y de pensar conducentes a la búsqueda del éxito. Éxito que se sustenta
en la obtención de calificaciones excelentes. Cuestiones relativas al saber, al
deseo de saber, al disfrute del aprendizaje, se desvanecen bajo la presión del
resultado. ¿Has disfrutado aprendiendo?. ¿Has aprendido cosas relevantes?
¿Tienes ganas de seguir aprendiendo? He aquí preguntas intrascendentes al lado
de las más apremiantes y pragmáticas: ¿Has aprobado? ¿Qué nota has sacado? Con
las calificaciones que has obtenido, ¿puedes conseguir la beca?
Más importante que aprender es aprobar. La sociedad, la
familia, la institución y los propios alumnos se meten en esta endiablada y
absorbente filosofía.
«Del placer de
aprender se pasa a la obligación de aprobar, lo que provoca la pérdida de la
inocencia intelectual».
Los indicadores que confirman esta paradoja pueden
rastrearse fácilmente en la práctica de la docencia universitaria. Veamos
algunos:
La utilización de la tutoría se intensifica en las vísperas
de los exámenes y en las fechas de entrega de calificaciones. La tutoría se
vincula al examen, a la calificación, al resultado. En definitiva, la tutoría
se utiliza, sobre todo, para aprobar; no tanto para aprender. En los períodos
destinados al aprendizaje hay menos consultas, menos encuentros de tutores y
aprendices.
La reprobación o el elogio de las familias se centra en la
eficacia que se manifiesta a través de los buenos o malos resultados. ¿Cuántas
te han quedado?, ¿qué notas has sacado?; son preguntas típicas que se plantean
en los días posteriores a los exámenes. Pocos alumnos se encontrarán con
padres/madres preocupados por preguntar a sus hijos: ¿Has aprendido cosas
interesantes?
Para saber cuántos alumnos están matriculados en una
asignatura no hay que ver quiénes asisten a las clases sino quiénes están en
los exámenes. Esa es la hora del auténtico recuento.
La práctica de algunas Facultades en las que se interrumpe
la actividad docente durante varias semanas para dedicarlas a los exámenes es
también significativa. Los alumnos se encierran en sus casas o en la
biblioteca, y en esas fechas preparan las pruebas que les han de llevar al
éxito o al fracaso.
Para comenzar el curso académico pasado pregunté a mis
alumnos: ¿Cómo os defraudaría vuestro profesor durante el curso? Yo contesté
también a esta otra pregunta: ¿cómo me defraudarían mis alumnos? Entre mis
sugerencias aparecía una en la que les planteaba que me defraudarían si les
viese obsesionados por la calificación y poco preocupados por el aprendizaje.
Alguien dijo: «Para entrar en los
Departamentos de la Universidad, sin ir más lejos, se tienen en cuenta -entre
otros méritos las calificaciones. ¿Cómo no obsesionarse con ellas?».
Hicimos una comisión (compuesta ahora por alumnos y profesor) para contestar a
esta nueva cuestión: ¿cómo nos defrauda el sistema a profesores y alumnos?
Cuento esta anécdota porque, efectivamente, los
comportamientos de los alumnos están condicionados por los contextos
organizativos y sociales en los que se mueven.
Paradoja
A pesar de que la
nota de corte para el ingreso en algunas especialidades es alta, cuando existe
fracaso en la primera evaluación se atribuye la causa a la mala preparación que
han tenido los alumnos en los niveles anteriores.
Resulta sorprendente que alumnos que han sido considerados
excelentes estudiantes durante etapas anteriores, consigan masivamente malos
resultados en la primera evaluación realizada en la Universidad.
Cuando esto sucede, suele explicarse el fracaso masivo, por
muy poco rigurosa que sea la argumentación, por la escasa y mala preparación
que han recibido los alumnos en los niveles anteriores.
Este tipo de fenómenos requiere un análisis más riguroso que
el que suele hacerse, frecuentemente simplista y exculpatorio. No voy a negar
que pueden existir causas que estén en el origen de fracaso y que puedan echar
sus raíces en la mala preparación, pero aún entonces, habrá que coordinar los
niveles, interpelar a los profesionales, replantear los currícula, etc. Cuando
no se hace así, los alumnos padecen las consecuencias de la irracionalidad y de
la injusticia de un proceso como la evaluación que se carga de poder y de
exigencias, pero que no genera reflexión y cambio.
El fenómeno inverso también existe. Es decir, que alumnos
que han obtenido resultados deficientes en etapas anteriores al llegar a
determinadas especialidades se conviertan -sin sorpresa en estudiantes que
obtienen excelentes calificaciones.
No se plantean en los Departamentos (ni lo hacen tampoco los
profesores que suspenden) reflexiones conducentes al análisis de las causas de
ese fracaso. Tampoco se hace un análisis sobre el éxito sorprendente en otros
estudios. Lo cual quiere decir que la evaluación no es una ocasión de análisis
ni de mejora de la práctica.
La simplificación de las explicaciones no sólo tergiversa la
realidad; sino que pervierte la utilización del conocimiento. Es decir, que
cuando se atribuye el fracaso a la mala preparación que traen los alumnos o a
su pereza o falta de interés, los profesores no tienen que revisar nada sobre
sus prácticas o sobre la organización de la actividad. La
simplificación suele utilizarse para defender intereses particulares y
posiciones nomotéticas en las instituciones.
Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del
Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad
española
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