Aunque se teoriza
sobre la importancia de la evaluación para la mejora del proceso de enseñanza,
lo cierto es que se repiten de forma casi mecánica las prácticas sobre
evaluación.
Resulta chocante la minuciosidad de las repeticiones de las
pautas de evaluación que utilizan los profesores. Existe muy poca influencia de
lo que ha sucedido en experiencias anteriores, de la opinión de los alumnos, de
intercambios con otros profesores o de lecturas que han despertado la reflexión
personal. Incluso, los que innovan lo hacen de la misma forma todos los años.
Los estudiantes suelen predecir con bastante exactitud cuál
va a ser el tipo de evaluación que va a realizar el profesor. De un año a otro,
se suelen repetir las formas de evaluar y los criterios de evaluación.
Los profesores rutinizan con frecuencia sus formas de
evaluar. Pocas veces se introducen cambios sustantivos. El aforismo «cada maestrillo
tiene su librillo» es especialmente válido en lo referente a la evaluación.
Hay prácticas que deberían conducir, lógicamente, a una
revisión de los criterios que las inspiran, pero pocas veces se produce este
mecanismo inteligente. Por ejemplo:
Un profesor tiene, año tras año, el 80% de suspensos frente
al corto porcentaje de otro compañero que imparte la misma disciplina en un
curso gemelo.
Un alumno repite, una y otra vez, una disciplina de primero
cuando tiene ya aprobadas las de otros cursos superiores que exigen el dominio
de la que no aprueba.
Con un profesor, las calificaciones rozan el sobresaliente
general; mientras que con otro del mismo curso, los alumnos tienen un alto
porcentaje de suspensos y los demás consiguen un simple aprobado.
Este tipo de fenómenos deberían llevar a un análisis de lo
que sucede con un proceso de altísima complejidad que se simplifica de una
forma completamente subjetiva.
Paradoja
A pesar de que uno de
los objetivos de la enseñanza universitaria es despertar y desarrollar el
espíritu crítico, muchas evaluaciones consisten en la repetición de las ideas
aprendidas del profesor o de autores recomendados.
La evaluación encierra un poder omnímodo del profesor. No
sólo porque éste impone unos criterios establecidos previamente (a veces
negociados); sino porque la evaluación consiste en repetir aquello que el
profesor considera importante.
¿Cuántas veces se tienen en cuentan los conocimientos aportados
por los alumnos en el aula? ¿Qué importancia se concede a las aportaciones
críticas de cada estudiante?.
Es sorprendente la poca frecuencia de conflictos respecto a la evaluación. Pocas
veces se solicita la intervención de un tribunal de evaluación, sea como
reclamación de calificaciones, sea previamente al examen. Existe temor a que el
gremio docente actúe en apoyo del profesor a quien se ha reclamado una revisión
del examen.
Ésta podría ser una demanda lógica de los alumnos: «Por
favor, enséñenos a pensar por nosotros mismos». Pero se transforma en esta
otra, tan perniciosa: «Enséñenos a repetir lo que usted dice». La tarea docente
debería consistir en ayudar a los alumnos a buscar por sí mismos, a indagar, a
investigar, a descubrir la verdad.
Algunas veces a los males de la repetición como estrategia
única de evaluación, se le añaden componentes inquietantes desde el punto de
vista ético. Me refiero a la exigencia de que contesten a través de las obras
que hemos publicado quienes les examinamos. Lo cual exige no sólo que aprendan
lo que decimos en los libros, sino que, previamente, los compren.
Cuando los docentes se dirigen a las editoriales para
solicitar la publicación de sus libros, suelen ofrecer como argumento las
seguras ventas que se producirán entre los alumnos que cursan sus asignaturas.
Muchos alumnos llegan a los exámenes con esta inquietud:
¿qué querrá leer el profesor?; ¿qué espera que le diga?; ¿qué enfoque le
parecerá más conveniente?. E incluso: ¿cómo le gusta que se lo exprese?
Autor
Miguel Ángel Santos Guerra
Universidad de Málaga.
En Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del
Profesorado
20 paradojas de la evaluación del alumnado en la Universidad
española
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