viernes, 13 de noviembre de 2020

Diez principios para la evaluación del profesorado

No hay argumentos sólidos para sostener una postura contraria a la evaluación del profesorado. Por racionalidad, por responsabilidad, por ejemplaridad y por perfectibilidad de la acción solo se puede decir sí.


La evaluación se asocia, casi de forma inexorable, a los alumnos y a las alumnas. Casualmente, las piezas más frágiles del sistema educativo. Cuanto más se desciende en la jerarquía, más aumenta la evaluación hasta el punto de no imaginarnos siquiera que pudiera no existir. El alumno, por definición, es evaluable. Mientras más se asciende en la jerarquía del sistema, más van aumentando los sueldos y más va disminuyendo la evaluación. De modo que el nivel de jerarquía es inversamente proporcional a la intensidad de la evaluación. Me refiero a una evaluación sin paliativos, con repercusiones de todo tipo.

Hablo de evaluación pura y dura. De la que tiene consecuencias. No para mejorar, no para aprender, no para dialogar. Evaluación para clasificar, seleccionar, controlar, comprobar y jerarquizar.

Lo que se ve con tanta claridad para los alumnos y las alumnas empieza a tener problemas cuando se va ascendiendo en la jerarquía del sistema.

Creo que es necesario hacer la evaluación del profesorado, que no es igual hacerlo bien que hacerlo mal, esforzarse o no esforzarse, formarse o no formarse, relacionarse bien o relacionarse mal, trabajar en equipo o destruir la colegialidad con una actitud insolidaria y egoísta.
Dado el espacio reducido de que dispongo voy a concretar en diez principios mi postura sobre esta cuestión que frecuentemente, levanta ampollas.

Primer principio: Creo que debe establecerse algún tipo de evaluación del profesorado. Por muchos motivos. Uno amarrado a las funciones positivas que puede tener la evaluación como son la comprensión, el diálogo y la mejora. Otra de carácter social, ya que no es lo mismo actuar con esfuerzo y responsabilidad que hacer las cosas de cualquier manera. No es justo que existan profesionales que causen víctimas un año tras otros sin que nadie intervenga. Una tercera es el uso de estímulos o incentivos. Los profesores tienen el techo tan cerca de la nuca que les obliga a mirar siempre hacia abajo.

Segundo principio: Es fundamental determinar la finalidad de la evaluación: ¿para qué hacer esa evaluación? Hay finalidades pedagógicamente ricas, pedagógicamente pobres, finalidades vacías y finalidades perversas. Mientras más ricas sean las pretensiones, mejor. Aunque, como diré luego, habrá que revisarlas.

Tercer principio. Los profesores evaluados tienen que ser parte activa del proceso. Tienen que autoevaluarse. Y tienen que conocer los criterios por los que van a ser evaluados. Tienen que tener la posibilidad de discutirlos y de dialogar sobre su aplicación. He visto muchos instrumentos de evaluación de profesores que reproducen, como modelo, la imagen de un docente tradicional.

Cuarto principio: En esa evaluación deben participar, como evaluadores imprescindibles, los alumnos, los directivos, las familias, los colegas y los expertos. Cada uno de estos agentes tiene una peculiar perspectiva y tiene condicionantes e intereses diversos. Tienen, como es lógico también, prejuicios y distorsiones que conviene tener en cuenta.

Quinto principio: Los métodos tienen que ser diversos, pero no puede haber evaluación rigurosa sin observación directa de la práctica. Tienen que ser también sensibles para captar la complejidad. No se puede evaluar una realidad compleja a través de métodos simples

Sexo principio: Los resultados deben ser negociados. La evaluación es una visión de la realidad, pero no la única. No es indiscutible. Para que se convierta en un proceso de mejora es preciso que los evaluados/as comprendan y acepten la racionalidad de los criterios aplicados.

Séptimo principio: Hay que difundir y debatir experiencias que ya están en marcha y que están teniendo resultados positivos. No para trasladarlas de manera mimética a otro contexto o a otro momento sino para adaptarlas de manera inteligente. Ya hay mucha experiencia acumulada, mucha reflexión escrita que se puede (y se debe) aprovechar.

Octavo principio: La cultura de la evaluación no se improvisa. Hay reticencias que se deben a miedos más o menos racionales y a vivencias negativas que se han experimentado o se han oído. Hay mitos y mitomanías que generan inquietud y rechazo.

Noveno principio: Existe cierta alergia a la evaluación cuando se entiende que va ser un juicio y no una ayuda, un mecanismo de control más que un camino de comprensión y de mejora, una invitación a la competitividad y al cultivo de la apariencia. No se puede olvidar la tendencia a artificializar el comportamiento cuando se es evaluado. Un profesor que era muy vanguardista (entraba en clase y se ponía a leer La Vanguardia, dejó de serlo durante los días que duró la evaluación). Cuanto más control tenga el evaluado sobre el proceso, menor será su tendencia a romper la espontaneidad. Hay, por otra parte, recursos para detectarla: la persistencia de la observación, la honestidad del evaluador y las referencias del alumnado sobre el comportamiento habitual del profesor/a.

Décimo principio: Conviene establecer procesos de metaevaluación de las evaluaciones que se emprenden. Iniciativas que parecían racionales en un inicio se pueden pervertir por motivos diversos. No hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada.
No hay argumentos sólidos para sostener una postura contraria a la evaluación del profesorado. Por racionalidad, por responsabilidad, por ejemplaridad y por perfectibilidad de la acción solo se puede decir sí. Otra cuestión es decidir qué condiciones y qué exigencias ha de tener para que consiga objetivos ambiciosos para los docentes y para el sistema


Autor
Miguel Ángel Santos Guerra

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