martes, 3 de febrero de 2009

Posibles aportaciones de la evaluación para la mejora de los sistemas educativos

La preocupación por la mejora cualitativa de la educación está presente en la práctica totalidad de los países desarrollados o en vías de desarrollo. Existe, por una parte, la convicción de que los sistemas educativos actuales no funcionan de modo tan eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma y transformación emprendidos en muy diversos países exige una respuesta precisa.



Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, siendo necesario indicar hacia dónde debe producirse, qué afectos cabe esperar y qué medios se dispondrá para valorar sus consecuencias. Así, puede decirse que hoy en día resulta imposible para las administraciones públicas obviar el debate sobre la calidad de la educación y los medios para mejorarla.


En el contexto de ese debate, la evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales como la actualización y funcionamiento de los centros educativo. Entre las posibles aportaciones que puede realizar la evaluación para la mejora cualitativa de la educación, se han seleccionado aquí cuatro, consideradas las más relevantes.

Conocimiento y diagnóstico del sistema educativo
La primera de las funciones que desempeña la evaluación con la mejora cualitativa de la enseñanza es precisamente la de proporcionar datos, análisis e interpretaciones válidas y fiables que permitan forjarse una idea precisa acerca del estado y situación del sistema educativo y de sus componentes. Es lo que se suele denominar función diagnóstica de la evaluación, íntimamente vinculada al nuevo estilo de conducción antes aludido. Dicha tarea de diagnóstico permite alcanzar un doble objetivo: en primer lugar, satisface la demanda social de información que se manifiesta de manera creciente en las sociedades democráticas; en segundo lugar, sirve de base para los procesos de toma de decisión que se producen en los diferentes niveles del sistema educativo, por sus diversos agentes.


La citada función diagnóstica abarca diversos ámbitos, sin circunscribirse a uno sólo. En afecto, en bien sabido que la evaluación educativa comenzó refiriéndose primordialmente a los estudiantes y a sus procesos de aprendizaje, ya desde finales del siglo pasado, para ir posteriormente ampliándose hacia otros terrenos, en épocas más cercanas a la nuestra. Dicha ampliación se fue produciendo mediante la colonización de ámbitos cercanos, en lo que ha constituido un rasgo característico de su desarrollo.


Así, tras la amplia experiencia adquirida durante décadas en lo relativo a la evaluación de los aprendizajes alcanzados por los alumnos ya la medición de las diferencias existentes entre éstos, el siguiente ámbito abordado de manera rigurosa fue el de la evaluación de los programas educativos. Pero el cambio fundamental de orientación científica y práctica se produjo cuando las instituciones educativas y el propio sistema en su conjunto comenzaron a ser objeto de evaluación. Ese momento, relativamente cercano a nosotros en el tiempo, representó un hito importante en el desarrollo de la evaluación educativa.


Como consecuencia de dicho proceso, la evaluación ha ido abarcando ámbitos progresivamente más amplios, al tiempo que se ha diversificado. Es cierto que su práctica cotidiana sigue estando principalmente referida a los aprendizajes de los alumnos, aunque adoptando procedimientos más acordes con los nuevos modelos de diseño y desarrollo del currículo, de carácter más flexible y participativo que los tradicionales (OCDE, 1993). No obstante, en la medida en que los factores contextuales adquieren un lugar más relevante en el desarrollo curricular, resulta improcedente limitar el ámbito de la evaluación exclusivamente a los alumnos ya a sus procesos de aprendizaje. Si el resultado de dicho proceso es el fruto de un conjunto de actuaciones y de influencias múltiples, no es posible ignorarlas.


En coherencia con dicho planteamiento, la nueva lógica de la evaluación ha llevado en primer lugar a interesarse por la actuación profesional y por la formación de los docentes, siempre considerados una pieza clave de la acción educativa. Otro tanto podría decirse del propio currículo, entendido como elemento articulador de los procesos de enseñanza y aprendizaje, y del centro, el lugar donde éstos de desarrollan. Y llegados a este punto, no tiene sentido dejar fuera del foco de atención a la propia administración educativa ni los afectos de las políticas puestas en práctica. De este modo, el conjunto del sistema educativo de convierte en objeto de evaluación.


Como puede concluirse a partir de las líneas anteriores, los mecanismos de evaluación actualmente disponibles son capaces de suministrar una información rica y variada acerca del sistema educativo y de sus diversos componentes. Aunque no todos ellos sean igualmente accesibles a la tarea evaluadora, ni puedan menospreciarse las dificultades existentes para efectuar trabajos concretos en los diferentes ámbitos antes mencionados, parece suficientemente demostrada la capacidad de la evaluación para generar conocimiento válido, fiable y relevante acerca de la situación y el estado de la educación, como paso previo a la toma de decisiones susceptibles de producir una mejora de su calidad. A ello se hacia referencia al hablar más arriba de la función diagnóstica que cumple la evaluación.


Son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de evaluación diagnóstica de sus sistemas educativos, a menudo llevados a cabo por instituciones creadas al afecto (como es el caso, en España, del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación). Las modalidades en que dichos programas se concretan son muy variadas. En ocasiones adoptan la forma de pruebas nacionales, ya sean de carácter censal o muestral, o de operaciones estadísticas diseñadas al afecto; en otras, se trata más bien de una recogida de información de carácter administrativo. Más a menudo, se combinan ambos tipos de datos y de fuentes para la elaboración de informes de síntesis. También puede variar el grado relativo de utilización de métodos cuantitativos o cualitativos, tendiéndose cada vez más a combinar unos y otros, con el fin de explotar sus virtudes respectivas y reducir sus limitaciones.


Entre los mecanismos puestos en práctica para efectuar un diagnóstico del sistema educativo, quizás el más novedoso sea la elaboración y cálculo sistemático de indicadores de la educación, al que ya se hizo alguna alusión al comienzo. Si bien continúan estando sometidos a polémica, no cabe duda de que han tenido gran incidencia sobre los modos de concebir y utilizar la información acerca de la educación.


En afecto, los indicadores educativos han venido a transformar notablemente el campo de la estadística tradicional, siguiendo así una tendencia iniciada en otros ámbitos sociales hace más de treinta años y a la que se ha sumado recientemente la educación (CERI, 1994). El impacto producido se debe más a su significación y a la utilización que de ellos se hace, que a sus fundamentos técnicos y su procedimiento de obtención. En realidad, desde el punto de vista de su cálculo no son muchas las novedades que introducen, aunque no ocurre lo mismo en lo que se refiere a su definición y, sobre todo, su uso.


En el lenguaje educativo actual, se entiende por indicador un dato o una información (general aunque no forzosamente de tipo estadístico) relativa al sistema educativo o a alguno de sus componentes y capaces de revelar algo sobre su funcionamiento o su salud (OAKES, 1986). El rasgo distintivo de los modernos indicadores es que ofrecen una información relevante y significativa sobre las características fundamentales de la realidad a la que se refieren. Desde esa perspectiva, además de aumentar la capacidad de compresión de los fenómenos educativos, pretenden proporcionar una base lo más sólida posible para la toma de decisiones.
Son varios los motivos que sustentan el interés despertado por los modernos sistemas de indicadores:

a) proporcionan una información relevante sobre el sistema que describen;

b) permiten realizar comparaciones objetivas a lo largo del tiempo y del espacio;

c) permiten estudiar las tendencias evolutivas que se producen en un determinado ámbito;

d) enfocan la atención havia los puntos críticos de la realidad que abordan. Fruto de ese interés han sido las diversas iniciativas desarrolladas, a escala nacional e internacional, para construir sistemas de indicadores de la evaluación, a varias de las cuales ya se ha hecho mención.


En conjunto, no parece exagerado afirmar que la construcción de indicadores de la educación está provocando la revisión de los mecanismos tradicionales de información acerca de los sistemas educativos. Y cualquiera que sea la conclusión final que se alcance sobre las posibilidades y los límites de los indicadores en cuanto mecanismos de información relevante y políticamente sensible, no cae duda de que producirán un efecto beneficioso sobre la función diagnóstica que ya viene ejerciendo la evaluación.



Conducción de los procesos de cambio
Si la evaluación cumple una función permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.


Al hablar de cambio y de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea educativa y su incidencia social (HUSENT, 1988). Para otros, por el contrario, las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de cambiar las prácticas y la culture de las escuelas y de los docentes (GIMENO SANCRISTÁN, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos como sinónimos, estrictamente hablando.


No obstante, al hablar aquí de la influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos, dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos básicos del sistema educativo. En conjunto puede afirmarse que el estudio de los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden para la comprensión de los fenómenos educativos (FULLAN, 1991, 1993).
Las tensiones y exigencias que experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.


Los procesos de cambio pueden abarcar diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales, que afectan a la división, secuencia y duración de las partes educativas; curriculares, que afectan a ala definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las escuelas; y organizativas, que afectan a las condiciones en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos. Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.
Más allá de la diversidad interna y multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan manifiestan un claro interés por evaluar a sus afectos. Tanto por la inversión de recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la sociedad se realice a través de una cuidadosa y sistemática de los afectos producidos en las situaciones de cambio.


Dicha utilización en plenamente concordante con el concepto de conducción que antes se presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como alternativa a ala evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema educativo en su conjunto.


De acuerdo con estas nuevas perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar importante contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y riguroso de los afectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de obtener más mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los procesos de cambio y de las reformas educativas.

Valoración de los resultados de la educación
Como se señalaba anteriormente, la implantación de los nuevos modelos de administración y conducción de los sistemas educativos ha producido como efecto un renovado interés por el análisis y la valoración de los resultados logrados por los estudiantes, por los centros y por el conjunto del sistema. La pregunta acerca de cuales sean los logros que pueden presentar los sistemas educativos se ha situado en el foco de nuestra atención. Y también en este sentido la evaluación puede realizar una aportación relevante al conocimiento del estado de la educación y contribuir así, aunque sea indirectamente, a su mejora.


A pesar de la afirmación anterior, hay que reconocer que la evaluación de los resultados nos es una tarea fácil en absoluto. Una primera dificultad se encuentra en los diversos niveles de análisis (estudiantes, centros, sistema) que dicha evaluación permite. Así por ejemplo, la pregunta por los resultados del aprendizaje de los alumnos no es idéntica a la relativa a los logros de una escuela. Aquí, no obstante, no se considera el primer nivel en su dimensión estrictamente individual, sino en cuanto indicativo de los logros de una institución o de un sistema. Pero ello no salva todas dificultades, como se verá a continuación.


Una segunda dificultad estriba en la propia delimitación de qué debe entenderse por resultados de la educación. En principio, parece evidente que éstos han de guardar relación con los objetivos que cada sistema educativo establece para sus ciudadanos. Pero ese nivel de generalidad en la respuesta resulta insuficiente para definir con nitidez qué resultados deben medirse y cómo ha de hacerse dicha evaluación. La respuesta más habitual a dicha cuestión pasa por distinguir tres grandes grupos de objetivos de la educación, a partir de los cuales definir os resultados (THÉLOT, 1993).


El primer objetivo consiste en la transmisión de unos conocimientos, unas habilidades y una cultura a los ciudadanos jóvenes. A partir del mismo, pueden llegar a establecerse los resultados previstos, definiéndolos en relación con el aprendizaje desarrollado por los alumnos a lo largo de las diferentes etapas, ciclos y grados del sistema educativo. Obviamente, la valoración de los logros alcanzados debe referirse a los diversos ámbitos del currículo y no sólo a algunos de ellos. Dicho de otro modo, la evaluación debe ser lo más completa posible. Además, dichos logros han de ser puestos en relación, con el contexto y las condiciones concretas de los centros escolares y con los procesos en ellos desarrollados. Y a ello podría añadirse que la evaluación ha de orientarse hacia los logros más relevantes, sin pretender ser absolutamente exhaustiva.


El segundo objetivo de la educación es el de prepara a los estudiantes para su inserción profesional. A partir de dicho objetivo puede definirse otro conjunto de resultados. Los indicadores que ponen en conexión la educación la educación y el empleo quedarían aquí incluidos, aunque sin agotar completamente el campo de estudio. Otros aspectos a considerar serian la adquisición de competencias básicas y específicas, el desarrollo de personalidades activas y emprendedoras y la adquisición de métodos rigurosos de trabajo. Su evaluación constituye un segundo bloque a tener presente a la hora de valorar los resultados de la educación.


El tercer gran objetivo consiste en formar a los futuros ciudadanos de un país, desarrollando en ellos un conjunto de valores deseables. Entre los resultados a valorar en este apartado deberían mencionarse la adquisición de una educación cívica, el desarrollo de actitudes democráticas y tolerantes o la formación de personas activas, participativas, socialmente integradas y responsables de sus acciones, por no citar sino algunos aspectos básicos. Nos acercamos aquí al ámbito de las actitudes y de los valores, que debe ser considerado seriamente en un mecanismo de evaluación de los resultados educativos.


Además de los tres objetivos mencionados en los párrafos anteriores, es muy frecuente encontrar referencias a otros, entre los cuales la reducción de las desigualdades ocupa un lugar prioritario en muchos sistemas educativo. En este caso, dicha dimensión ocupa un lugar relevante a la hora de evaluar los resultados de la política educativa.


Como es evidente, la valoración de dichos resultados es tan importante como difícil. Es importante porque constituye la medida fundamental del éxito alcanzado por un sistema educativo determinado en relación con el logro de sus objetivos centrales. En este sentido, no hay país que pueda ignorar la relevancia de dicha valoración. Pero es difícil por motivos tanto conceptuales (en la medida en que las necesidades sociales e individuales cambian, la educación también lo hace o debe hacerlo) como empíricos (la propia amplitud de la tarea propuesta es su principal enemigo). Dicha dificultad esta en el origen de la reducción que hacen en la práctica los sistemas educativos al afrontar su evaluación, consistente en desplazar la atención desde los resultados deseables hacia efectivamente medibles. Dicha reducción es motivo frecuente de críticas muchas veces serias y rigurosas.


Hablando en términos generales, puede afirmarse que la importancia de la tarea de evaluación de los resultados prevalece sobre su evidente dificultad. Como se mencionaba más arriba, son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de esa naturaleza. En ocasiones, dicha evaluación se realiza a partir de datos administrativos, tales como las tasas de aprobados por materias, las cifras de graduación por niveles educativos o las de abandono de los estudios, cuya obtención es relativamente sencilla aunque las conclusiones de ellos extraídos sean poco sofisticadas. En otras ocasiones, la evaluación se realiza mediante la puesta en marcha de mecanismos más complejos y de mayor capacidad comparativa, tales como la aplicación de pruebas estandarizadas. En este último caso, hay que dar respuesta a los diversos problemas planteados, tales como la determinación de los indicadores más, relevantes, el carácter, amplitud y modalidad de dichas pruebas, las áreas seleccionadas o la periodicidad de la obtención de los datos, por no hacer sino referencia a algunos de ellos.


No cabe duda de que también en este ámbito la evaluación puede contribuir notablemente a la mejora cualitativa de la educación. El conocimiento objetivo y la valoración rigurosa de los resultados de la educación, generalmente efectuados a partir se su comparación a través del tiempo y del espacio, constituye una base sólida para la toma de decisiones encaminadas a la mejora. Al menos, muchos países parecen haber apostado decididamente por esta tesis al emprender este camino.

Mejora de la organización y funcionamiento de los centros educativos
La evaluación no sólo contribuye a la mejora cualitativa de la educación en los diversos sentidos que se han analizado en las páginas anteriores. Con ser importantes, dejan de lado un ámbito fundamental, cual es el de los procesos que tienen lugar en el interior de los centros educativos y, muy especialmente, su organización y funcionamiento. Como ha sido muchas veces puesto de relieve, la evaluación de los centros constituye un requisito ineludible para la mejora de la calidad de la educación (CASANOVA, 1992).


En efecto, esta perspectiva es complementaria de la adoptada al diagnosticar el estado y la situación del sistema educativo, al evaluar los efectos de los procesos de cambio o al valorar los resultados educativo alcanzados. Cuando la evaluación se orienta hacia las instituciones pone el énfasis en aspectos tales como los procesos educativos, los métodos Didácticos, las relaciones interindividuales y grupales, el clima escolar, la distribución y utilización de los recursos o el desarrollo del currículo, por no citar sino algunos de ellos. Movidos por ese propósito de develar la realidad educativa tal y como se presenta en su encarnación escolar, los mecanismos de evaluación permiten arrojar luz sobre el interior de la mencionada caja negra que son los centros y comprender cómo la educación en abstracto se convierte en relación educativa concreta (SANTOS, 1990).


Ahí radica precisamente el interés de la evaluación de los centros, en la atención que presta a los aspectos microscópicos de la educación, a los procesos educativos concretos, a la traslación de las políticas y las ideas a la práctica. Esa perspectiva de reflexión sobre la práctica educativa, complementaria de las que antes se han presentado, constituye su principal atractivo.




Intentando analizar la contribución que la avaluación de centros puede realizar para la mejora cualitativa de la educación de centros proporciona un conocimiento detallado de los procesos de enseñanza y aprendizaje. En ese sentido, permite conocer cómo se construye la realidad educativa, apreciando los aspectos más cualitativos de la misma y respetando al mismo tiempo su complejidad. Desde use punto de vista, la evaluación de los resultados educativos adquiere una nueva perspectiva, al ponerlos en conexión con las condiciones y variables que los determinan y, de manera muy singular, con la organización y el funcionamiento del centro. Como se ha señalado reiteradamente, dicho conocimiento es un requisito indispensable para la mejora cualitativa.


En segundo lugar, la evaluación de los centros constituye una base sólida para la propuesta y la adopción de programas individualizados de mejora. Siendo en los centros donde se determina la calidad de la educación, se comprenderá la importancia que adquiere su evaluación, al permitir la detección de los puntos fuertes y débiles de su funcionamiento. Así, entendida, la evaluación de los centros adquiere sentido por sí misma.


En tercer lugar, la evaluación de los centros permite "iluminar" la situación general del sistema educativo, a través del análisis de algunas de sus concreciones. Transcendiendo el ámbito de la institución singular, la evaluación de centros aporta elementos para la interpretación de los datos relativos al conjunto o a algunas parcelas del sistema. No hay que deducir de aquí que su papel sea meramente instrumental. Como se ha insistido, los centros deben ocupar en lugar de propio en el mecanismo de evaluación del sistema educativo, sin ser simplemente considerados como suministradores de información.


De cuanto se ha expuesto en las líneas anteriores, se infiere el importante papel que desempeña la evaluación de los centros educativos para la mejora cualitativa de la educación. Dicha contribución viene a sumarse a las que realizan otras actividades de evaluación, configurando en conjunto un instrumento muy valioso para el conocimiento y la mejora de la educación.




Nota completa se puede hallar en
http://www.scielo.br/scielo.php?pid=S0104-40362008000200007&script=sci_arttext

Evaluación y cambio de los sistemas educativos: la interacción que hace falta
Alejandro Tiana Ferrer
PHD; Profesor Catedrático da UNED, Madrid

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