lunes, 3 de noviembre de 2008

Hay que evaluar los centros escolares

Los siguientes párrafos corresponden a Santos Guerra de su obra "Evaluación Educativa 2".

Se está extendiendo una nueva ola pedagógica sobre las estrategias de acción y de cambio en las escuelas. De ella se hace eco el pensamiento oficial, de ella hablan documentos de los especialistas, sobre ella inciden los cursos de formación... Me refiero al llamado paradigma de la colegialidad.

Paradigma que conlleva la ruptura del individualismo, la planificación conjunta, la reflexión compartida, la coordinación intensa, la acción colegiada. El centro aparece como la unidad funcional de planificación, trabajo, innovación y evaluación. Ahora bien, este nuevo enfoque exige un contexto que permite llevarlo a cabo, unas condiciones de trabajo que faciliten su desarrollo y unas motivaciones que actúen sobre los profesionales para que sus convicciones no se conviertan en una contradicción viva y en una paradoja crispante.

Proponer que los centros articulen su vida sobre proyectos compartidos, exigir que la acción tenga coherencia y cohesíón, exige tiempos, motivos, estrategias, espacios y dinámicas de participación diferentes a los basados en la acción individualista. No basta un discurso convincente. Es preciso crear condiciones para que sea viable.

En la escuela sólo se hace evaluación del rendimiento del alumnado. El sentido descendente de la evaluación como criterio de contraste, de comprobación, de selección y de control se realiza sobre el estamento más frágil, más desvalido y jerárquicamente más débil.

Una parte del resultado del alumno se debe a factores que no tienen sus raíces en su esfuerzo, en su capacidad o en su motivación. Parte de sus resultados se deben a la naturaleza y contenido de los aprendizajes, a las condiciones, a la intervención del profesor. Pero, en la escuela, sólo se evalúa a los alumnos (Santos Guerra, 1988). El sistema vive de la evaluación que realiza y precisamente encuentra en el fracaso de algunos alumnos la base de su éxito. De su éxito como institución clasificadora.

Resulta evidente que la evaluación institucional es una exigencia que ha de formularse a la escuela desde las instancias democráticas que la albergan (Simons, 1988) y una necesidad que proviene de los interrogantes sobre la calidad de los servicios que presta. La evaluación es una garantía de calidad (Casanova, 1992). Las instituciones escolares, sin embargo, perviven sin esa exigencia que se pregunta por su éxito. Es más, ni siquiera existe la necesidad de precisar en qué consiste el éxito (Santos Guerra, 1990), ya que la circunscripción del buen resultado a las calificaciones de los alumnos es un planteamiento tan falso como simplista. Los resultados académicos no constituyen el único indicador de la calidad. A veces, lo es de una selección sesgada de los alumnos o de un criterio benevolente en las calificaciones. Aunque no fuera así, habría que preguntarse por muchas otras cosas: qué se aprende mientras se aprende, qué otras cosas podrían aprenderse, para qué sirve lo que se aprende, cuándo se olvida... El currículum oculto (Torres Santomé, 1991) de las escuelas, los efectos secundarios que en ellas se consiguen, los aprendizajes larvados que se instalan en las rutinas, en las relaciones, en las normas, en los escenarios... son objeto de una evaluación rica y enriquecedora.

Tres caminos hacia la evaluación del centro
Un sendero descendente
La evaluación del centro puede llegar por tres sendas diferentes. Una de carácter descendente, que proviene de la decisión de agentes externos (responsables políticos, inspecciones técnicas, instancias sociales...). El uso de bienes públicos debe llevar aparejada la exigencia de su buena utilización, lo cual requiere no solamente la pregunta por el gasto del dinero en las correspondientes partidas, sino la eficacia de ese gasto en la consecución de lo que se pretendía. Y otras preguntas relativas a valores sociales: si esos destinatarios son los realmente más necesitados de esos bienes, si estas pretensiones son precisamente las más justas, si esos resultados son satisfactorios dados los medios empleados.

Esta evaluación se ha realizado algunas veces en las escuelas, con escaso rigor y con dudosa eficacia. En primer lugar, porque se ha hecho a través de instrumentos poco sensibles a la complejidad de los fenómenos que se pretendía evaluar. En segundo lugar, porque no ha contado con la opinión de todos los estamentos participantes. En tercer lugar, porque los resultados de esa evaluación no se han utilizado para conseguir una mejora.
Al ser una evaluación impuesta, los centros han permanecido de espaldas a ella. Sencillamente, la han padecido, la han soportado. No se han sentido partícipes de ella. Sobre todo cuando, después de un tiempo, ni siquiera han tenido noticias de los resultados. La evaluación ha sido un añadido, un elemento externo, ajeno a la vida del centro, desconectado de su dinámica interna. No se han percibido los efectos de la evaluación en la mejora de las estructuras, en la facilitación de los medios, en la mejora de las condiciones de trabajo, en la potenciación de las estrategias de formación del profesorado... A lo sumo, ha constituido un apoyo para exigir algo a algunos profesores. Aunque necesaria socialmente, no se ha realizado de una manera que facilite su auténtica finalidad de análisis, comprensión y ayuda para la mejora de la calidad.

Un sendero ascendente
El centro, por su propia iniciativa, puede poner en marcha procesos de autoevaluación institucional (Martín, 1988). Cuando no existen iniciativas externas, cuando no es fácil disponer de evaluadores ajenos o cuando no se cuenta con medios para poder contratarlos, se pueden poner en marcha procesos de autorreflexión. Los protagonistas tienen en sus manos las claves del significado de lo que sucede en la escuela.

La reflexión informal que se realiza casi incesantemente puede adquirir sistematización, rigor y formalización a través de los informes. La canalización de la opinión y la búsqueda de referencias extraídas de la realidad, permiten articular un debate consistente sobre la calidad del trabajo en la institución escolar. Todos evalúan el centro, de una manera informal. Los padres y madres valoran los resultados, la disciplina, la satisfacción de sus hijos en la escuela. Los profesores emiten opiniones acerca de la organización, del conocimiento y del papel de la escuela en la sociedad. Los alumnos comentan entre sí qué es lo que sienten y piensan respecto a lo que hacen en la escuela. Pues bien, la autoevaluación eleva estas opiniones a un plano distinto: las hace más rigurosas, más colegiadas y más aprovechables.

"Las condiciones críticas para el éxito de la autoevaluación, comparada con la evaluación por parte de inspectores o consejeros, son la confidencialidad garantizada, la oportunidad de formar una relación de confianza con un igual y, dentro del clima creado por estas dos condiciones, un intercambio honrado" (Mortimore, 1986).
No resulta fructífera la obligación de hacer esta tarea autorreflexiva por mandato externo. La llamada Memoria de Centro, que debe presentarse al finalizar el curso, tiene un marcado carácter burocrático y es considerada un trámite exigido por la Administración al profesorado. El sendero que se obliga a recorrer por decreto acaba convirtiéndose en un laberinto.

Un sendero en espiral
El que proponemos como camino más deseable es el que combina la iniciativa interna del centro con la ayuda de evaluadores externos. Los facilitadores externos gozan de mayor independencia al estar menos implicados en la acción. No son ellos los que han de emitir el juicio sobre la calidad del funcionamiento del centro. No sustituyen a los protagonistas de la acción en su valoración y análisis de la misma. No son ellos los que van a conseguir una mejora de las prácticas, de las actitudes y de los discursos de los profesionales. Sencillamente, les ayudan a realizar el análisis en mejores condiciones.

Esta evaluación, que tiene su origen en la decisión de la comunidad educativa, tiene muy fáciles, casi inevitables conexiones con la comprensión y la mejora. La evaluación es una concreción de la profesionalidad. Si existe un deseo de poner en marcha la evaluación es porque existe una preocupación por la actividad del centro, por la calidad de su trabajo, por sus estrategias de mejora. La pretensión de la evaluación se arraiga en una pregunta muy sencilla: ¿Cómo podemos mejorar lo que estamos haciendo?

Lo pueden conseguir solos, ciertamente. Pero existen peligros en la autoevaluación que corrige la evaluación externa, entendida como un modo de facilitar la comprensión de los protagonistas. Un peligro está en el fuerte compromiso de los participantes; que podría llevarles a calificar de bueno en la evaluación aquello que consideran previamente bueno. Otro peligro es el inconsciente deseo de confirmar las teorías previas, desde el que se haría hablar a la realidad para que subrayase las creencias y las cuestiones apriorísticas de los profesionales. Otro.. no menor aunque de diferente tipo, es la escasez de tiempo del profesorado y del alumnado.

La evaluación: diálogo, comprensión y mejora
La evaluación de los centros es un proceso de análisis que se apoya en el diálogo. Un diálogo entre los participantes, entre éstos y los evaluadores y entre los evaluadores y la sociedad. El diálogo presupone que no todos tienen el mismo juicio sobre el funcionamiento, sobre la calidad y sobre lo que se pretende y se consigue en el centro. El diálogo se articula sobre actitudes de respeto y opiniones frecuentemente discrepantes. La evaluación se convierte así en una plataforma de participación que compromete a los protagonistas en la acción del centro y a toda la sociedad, interesada en los procesos de educación que tienen lugar en las escuelas.
"Gracias al debate siempre es posible hacer progresos en lo que se refiere a crear una comprensión mutua de los conceptos éticos y sus interrelaciones dentro de un ideal de la buena vida. Pero la naturaleza esencialmente indefinible de “lo bueno” significa que jamás es posible erradicar por completo la divergencia de comprensión", dice John Elliot (1986).

La evaluación es un fenómeno de comprensión. La comprensión exige una lectura atenta e inteligente de la realidad. Y unos códigos que desenvuelven el significado. Para llegar el núcleo del significado hace falta penetrar en las capas más profundas de la realidad, ya que éste no se encuentra en la superficie de las cosas. La comprensión se hace desde unas perspectivas determinadas de comprensión. Perspectivas que tienen que ver con los valores. Tanto los procesos como los resultados han de ser interpretados a través del prisma de los valores.

Diálogo y comprensión están encaminados a la mejora de la realidad educativa del centro. No se evalúa por evaluar. No se evalúa para producir conocimiento sobre las escuelas. La evaluación tiene conexiones con el cambio y la mejora. No es fácil definir el concepto de mejora, ya que tiene que ver con la esencia del proceso educativo. El aumento de las calificaciones, por sí mismo, no es identificable con la mejora. Es preciso comprobar la naturaleza de los contenidos de aprendizaje, los procesos evaluadores que asignan la calificación y, sobre todo, analizar qué características tiene el proceso de enseñanza y aprendizaje, con todo lo que este proceso conlleva de aprendizaje implícitos y de efectos secundarios. En cualquier caso, la evaluación nos permitiría acercarnos con mayor precisión a un concepto más afinado y democrático de mejora.
La evaluación del centro tiene mucho que ver con el perfeccionamiento de los profesores. Porque la evaluación permitirá a los profesionales conocer críticamente el alcance educativo de su acción. Y desde esa comprensión surgirá un perfeccionamiento ajustado a la situación y fácilmente dirigible al cambio y a la transformación.

Las conexiones de la evaluación con la mejora del centro han de ser estudiadas con sumo cuidado. Para entender por qué vías se pueden establecer. Y para que se hagan efectivas estas vías en la práctica. Los efectos benefactores de la evaluación pueden ser anulados con facilidad:

1- Descalificando el proceso mismo de evaluación como poco científico o poco significativo.
2- Atribuyendo los resultados de la evaluación a diversas causas que eximen de tenerlos en cuenta.
3- Manipulando las conclusiones que puedan extraerse del proceso de evaluación.

Hay quien se opone a que se realicen evaluaciones institucionales. Los argumentos pueden ser de muy diversa naturaleza. Algunos hay que tenerlos en cuenta, porque la evaluación no está exenta de problemas ni de contradicciones. Rod McDonald y Ernest Roe dicen que estos objetores:
Señalan el temor a que los evaluadores no sean competentes o considerados, o que utilicen un criterio equivocado, o que las revisiones cuesten dinero y no sirvan para ningún propósito útil e, incluso, que puedan hacer daño. Las asociaciones del profesorado (se refieren los autores a Australia) también están preocupadas porque podrían utilizarse las evaluaciones para empeorar la situación de los docentes... " (McDonald y Roe, 1991).

El hecho de que existan estos riesgos no ha de impedir que se pongan en marcha evaluaciones, ha de favorecer que se tenga sumo cuidado para hacerlas provechosas.

Diálogo, comprensión y mejora no son tres fases diacrónicamente consecutivas en el marco de la evaluación, sino que interactúan de diversos modos. Mientras se dialoga, se comprende; al comprender, se mejora; la mejoría es conseguir un mayor nivel de diálogo.

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