Los programas y proyectos de reformas que han de ser
evaluados proceden de decisiones políticas, los juicios de valor que se
reflejan en los informes de evaluación contactan con los juicios de valor
presentes en la arena política y las orientaciones que se derivan de las
evaluaciones se incorporan también al debate político. A pesar de los esfuerzos
de los evaluadores de mantener la máxima neutralidad posible, es necesario ser
conscientes de las permanentes implicaciones políticas que las evaluaciones
conllevan.
En un sugerente trabajo sobre las relaciones entre evaluación
y política, Karlsson y Konner describen tres perspectivas sobre dichas
relaciones:
- la primera posición sostiene que es posible y deseable separar evaluación y política;
- la segunda, que es posible separar evaluación y política cuando se proporciona información, pero que no lo es cuando se proporcionan juicios de valor y que además no es conceptualmente deseable;
- la
tercera posición mantiene que no es ni posible ni deseable, operacional y conceptualmente,
separar la evaluación de la esfera de la política.
No corresponde a este texto analizar cada uno de estos
enfoques, aunque se trata de argumentar a favor de una posición que se aproxima
a la tercera de ellas. De lo expuesto en estas páginas se deduce que la concepción
tradicional del evaluador como científico objetivo y neutral que se enfrenta a
la realidad con sus propias herramientas técnicas y metodológicas, sin
contaminarse con las disputas políticas que le rodean, es difícilmente sostenible.
El evaluador está inmerso en el debate político que afecta a las reformas y a
los programas que son objeto de su trabajo y ha de ser consciente de los
diferentes intereses que están en juego e incluso que él mismo, con sus propios
valores, forma parte de esos intereses. Como señalan Karlsson y Konner, la
mejor imagen de un evaluador es la de un profesional bien entrenado, que
trabaja en un contexto con implicaciones implícitas o explícitas políticas,
culturales y personales que influyen en todas las fases del proceso de
evaluación, y que mantiene una actitud respetuosa con las diversas posiciones
en juego.
La autonomía de la
evaluación
Las relaciones entre evaluación y política son en múltiples
ocasiones asimétricas, sobre todo cuando los evaluadores dependen del poder
político o cuando existe el riesgo de que determina das valoraciones puedan
erosionar la confianza política y provocar la marginación en futuras evaluaciones.
Por ello no es fácil que el evaluador mantenga su independencia de criterio. Su
mayor o menor autonomía dependerá de su propia capacidad, pero también de la
forma de trabajo de los poderes públicos. En función del tipo de interacción
que se establezca entre ambos se podrán abrir o cerrar los caminos de una
cooperación fructífera.
Entre las capacidades de los evaluadores está la
consistencia teórica y técnica con la que presenten sus proyectos, su visión
para situarse en la arena política, su habilidad para negociar en las
diferentes fases del proceso de evaluación y su sensibilidad ante la diversidad
de interpretaciones posibles, pues los estudios educativos difícilmente
presentan conclusiones incontestables.
Por su parte, la forma de trabajo de los poderes públicos
está en función de su grado de respeto a la autonomía de los proyectos de evaluación,
de su nivel de aceptación de la información crítica a sus proyectos y de su
sensibilidad para tenerla en cuenta a la hora de adoptar decisiones, de su
capacidad de impulsar el debate y la participación, del reconocimiento de que
el apoyo y la formación a los equipos responsables de la evaluación es una
buena inversión, y de la voluntad de asegurar la coordinación de las
evaluaciones para mejorar su interpretación y ofrecer una visión
progresivamente integradora de la diversa realidad educativa.
Participación y
diálogo
Por todo ello, la comprensión de las diferencias entre la
esfera de la política y la esfera de la evaluación, así como de sus continuas
interacciones, junto con una actitud que fomente el diálogo y la participación,
contribuyen a garantizar el logro de las finalidades de la evaluación, especial
mente iluminar la realidad educativa y colaborar en su transformación. La
comunicación ha de mantenerse entre los poderes públicos y los evaluadores,
pero también entre ellos y los diferentes agentes e instituciones educativas.
El apoyo a redes diversas en las que se debatan los resultados de las
evaluaciones, en las que se recojan propuestas y sugerencias y en las que sea
posible la crítica y las posiciones alternativas supone un respaldo al proceso
de evaluación y una forma de contribuir a su utilización y a su impacto.
La posibilidad de comunicación y de discusión enriquecedora
se refuerza cuando se acepta la existencia del pluralismo en el seno de las
evaluaciones, de manera similar a como está presente en la realidad social,
cultural, educativa y política. Los proyectos de evaluación pueden orientarse
desde diferentes opciones ideológicas, científicas y técnicas y conectar en
mayor o menor medida con las plurales opciones políticas. La conciencia de esta
situación ayuda a un diálogo enriquece dor. Esta defensa del pluralismo no
conduce a situar en el mismo nivel a todas las evaluaciones. Aquellas que se
orientan por los valores de calidad, equidad, participación, inclusión
educativa y cohesión social son, a juicio del autor del presente texto, las que
mejor contribuyen al logro de sus finalidades.
El evaluador debe ser consciente de que su trabajo está
inmerso en debates científicos a los que debe hacer frente, pero que también
está concernido con cuestiones políticas y éticas de las que no puede evadirse.
La respuesta coherente a estas demandas fortalece su figura profesional y
amplía el impacto educativo y social de su tarea.
Extraído de
Los resultados de las evaluaciones y su papel en las
políticas educativas
Autor
Álvaro Marchesi
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